miércoles, 30 de diciembre de 2009
La línea del horizonte
martes, 15 de diciembre de 2009
W. G. Sebald
Comparando admirado la enfermedad de Heinrich von Kleist y la locura de Robert Walser, el escritor alemán, desgraciadamente fallecido hace pocos años, escribía lo siguiente: “Desde entonces he aprendido a comprender lentamente cómo, por encima del espacio y de los tiempos, todo está vinculado entre sí, la vida del escritor prusiano Kleist con la de un poeta en prosa suizo que pretende haber sido empleado de una sociedad cervecera en Thun, el eco de un disparo de pistola sobre el Wannsee con vistas a una ventana del psiquiátrico de Herisau, los paseos de Walser con mis propias excursiones, las fechas de nacimiento con las de fallecimiento, la suerte con la desgracia, la historia de la Naturaleza con la de nuestra industria, la de la patria con la del exilio. En todos los caminos me ha acompañado Walser siempre”. Al escribir esa sentenciosa frase, “todo está vinculado entre sí”, Sebald pretendía entrelazar su vida –y su obra- con la de Walser. Por eso, al escribir El paseante solitario, es capaz de encontrar similitudes entre el escritor suizo y su abuelo, Josef Egelhofer, coincidencias en la forma de vestir, en el comportamiento, incluso en la muerte, acaecida el mismo año, 1956; por eso, cuando Sebald habla de la insistencia en el detalle y el gusto por el circunloquio como características fundamentales del lenguaje de Walser (“estos rodeos que hago”, escribe de forma brillante e irónica en El bandido, “tienen el propósito de llenar el tiempo, pues tengo que alcanzar un libro de cierta extensión si no quiero que me desprecien más profundamente de lo que ya me desprecian”), quizá esté mostrando de forma implícita rasgos evidentes de su propio estilo; por eso, cuando nos recuerda que el escritor suizo afirmaba que “escribía siempre la misma novela”, acaso está pensando en sus propias novelas; por eso, cuando compara a Walser con Gogol sosteniendo con firmeza que ambos “perdieron la capacidad de dirigir su atención al centro de los acontecimientos de la novela y se dejaron captar, en cambio, de una forma casi compulsiva, por las criaturas extrañamente irreales que aparecían en la periferia de su campo de visión, sobre cuya vida anterior y ulterior nunca sabemos lo más mínimo”, nos está desvelando aspectos inherentes a sus narraciones; por eso, cuando describe la fatiga creciente que sentía Walser al escribir novelas y relatos hasta el punto de que “habla de una prisión de escritura, un calabozo y una cámara de plomo, y del peligro de perder la razón por el continuo esfuerzo”, en realidad está reproduciendo los mismos problemas que él experimenta con la escritura; por eso, cuando sugiere, siguiendo la voz de Walser, una mayor proximidad a “la llamada literatura enfermiza”, está proclamando básicamente un acercamiento del lector a sus escritos; por eso, finalmente, a pesar del hundimiento anímico que sufre el escritor suizo, cuando defiende la novela póstuma de Walser, El bandido, demostrando que escribe hasta el final con plenas facultades mentales, dando testimonio de “un alto grado de soberanía artística y moral”, está en verdad hablando de un modelo que sirve para sus propios libros. En definitiva, al someterse a la tradición de Gogol y Walser, al defender el gusto por el detalle y el circunloquio, al escribir siempre la misma novela, al centrar su atención en seres extrañamente irreales, al invocar la denominada “literatura enfermiza”, Sebald encuentra, podríamos llamarlo así, un consuelo vital.
lunes, 30 de noviembre de 2009
Cinemanía 2
Al escribir sobre la trágica vida de Eisenstein y la frustración de gran parte de sus proyectos me viene ahora a la memoria un libro que leí hace años, La historia secreta de Howard Hughes, de Peter Harry Brown y Pat H. Broeske, precisamente porque jugando con total libertad y una cantidad de dinero inimaginable (nunca hasta entonces empleada en una película), Howard Hughes pudo hacer y deshacer a su antojo empleando tres años en la realización de Ángeles del infierno. El film se estrenó definitivamente el 30 de junio de 1930 en el Teatro Chino de Grauman, la sala de exhibición más cara de Estados Unidos, con una parafernalia que no ha tenido igual en la historia del cine. Howard Hughes era un “gilipollas forrado de pasta”, según el testimonio, siempre directo y mordaz, de Ben Hecht, pero también era un hombre temerario en todos los sentidos. Enfrascado en el proyecto de Ángeles del infierno desde 1927, Hughes estaba convencido de que en la filmación de la película debían realizarse maniobras difíciles con los aviones, a saber, descensos en picado hasta cincuenta metros del suelo para luego remontar el vuelo. Ante la negativa de sus aviadores, Hughes decidió hacer las pruebas personalmente y sufrió un accidente. Recuperándose de sus heridas en una cama de hospital, se envanecía de su condición talentosa. Al médico que le atendía y que pretendía que las persianas de su habitación estuviesen bajadas le espetó lo siguiente: “Tonterías, ¿qué importa mi vista en comparación con mi arte?”. Acosado por una cierta obsesión perfeccionista, después de más de un año de rodaje, Hughes se convenció a sí mismo de que era necesario reconvertir Ángeles del infierno en una película sonora. Corría el mes de febrero de 1929. También consideró oportuno cambiar la actriz principal, iniciándose de este modo un laborioso casting. Según parece, la conversación entre Arthur Landau, agente de Jean Harlow, y Howard Hughes se desarrolló de forma brillante, más o menos en los siguientes términos: “Es una tía dispuesta a montárselo con los aviadores”, insistía Landau desesperado, “pero es que además sabe que, aunque les haga olvidar la guerra durante un rato, ellos tendrán que despegar de nuevo y tal vez no vuelvan nunca más. Por eso se le rompe el corazón a la vez que se los tira”. Hughes, harto del casting y que, en un primer ensayo, había menospreciado a Jean Harlow (“a mi juicio, no vale un pimiento”), no estaba del todo seguro: “¿Tú crees que podrá con esto?”. “Por descontado”, respondió Landau, “lo que pasa es que está un poquito nerviosa”. “Una cosa más”, especificó Hughes, que hasta ese momento sólo había visto a Harlow bien abrigadita, “¿Qué tal anda de globos?”. “Los tiene grandes, te lo aseguro”, aseveró Landau rematando esta conversación de altos vuelos.
Howard Hughes, sin duda alguna, pretendía ser el más grande de los productores de la historia de Hollywood. Terminó convirtiéndose en un héroe de folklore. A fin de cuentas, nos ha legado dos obras maestras de los años 30, The Front Page, de Lewis Milestone, y Scarface, de Howard Hawks. Por aquella época, daba la casualidad de que Hughes estaba liado en un pleito judicial con el director que había elegido para Scarface, es decir, Howard Hawks, porque consideraba que en La escuadrilla del amanecer había tomado prestadas literalmente algunas escenas de Ángeles del infierno. Pese a algunas reticencias iniciales se ha de decir que Hughes y Hawks acabaron jugando al golf amigablemente. Al iniciarse el rodaje de la película, el productor alentó al cineasta del siguiente modo: “Al comité Hays que lo zurzan. Ponte a rodar y haz una película realista, excitante y todo lo sórdida que sea preciso”. Con Scarface, Hughes triunfó sobre los censores, pero con ciertas concesiones. Hubo que realizar cambios: el gángster termina en la horca y en la pantalla se lee un subtítulo: “La vergüenza de una nación”. La colaboración entre Hughes y Hawks se produce nuevamente en la primavera de 1940, durante la filmación de El forajido, aunque por breve tiempo. Cuenta la leyenda que el problema entre productor y director tuvo su origen en unas nubes. Después del rodaje de las primeras escenas, Hughes se encontraba preocupado y así se lo hizo saber a un ayudante: “No hay nubes. ¿Para qué nos vamos a rodar una película hasta Arizona si no conseguimos un bello efecto de nubes y claros? La pantalla parece desnuda, despojada de todo…”. No cabe duda, Hughes andaba azacaneado pensando en las dichosas nubes, pero esta cuestión no parecía importarle ni mucho ni poco a Hawks. La ruptura fue rápida y las palabras del director rotundas: “¿Por qué no terminas tú esto?”. “¿Te parece que podría?”, preguntó al parecer Hughes. “Te lo diré cuando lo hayas terminado”. En realidad, no sabemos la opinión final de Hawks sobre El forajido.
Por una especie de azar misterioso el hilo de la escritura nos ha conducido desde Eisenstein a Howard Hughes pasando por Billy Wilder. Pero volvamos ahora nuevamente a las Memorias inmorales. En el prólogo del libro, Eisenstein justifica el título de su obra con las siguientes palabras: “La inmoralidad de estas notas será de una especie muy distinta. No moralizarán. No se fijarán metas morales, ni predicarán sermones. No demostrarán nada. No explicarán nada. No enseñarán nada”. Y añade: “En mi labor creadora, a lo largo de toda mi vida, estuve ocupado en componer à thèse. Demostré; expliqué; enseñé”. La obra de Eisenstein, en efecto, está marcada por la moralidad, por la necesidad imperiosa de demostrar una tesis. Sin embargo, sus memorias carecen de esa estructura, de ese objetivo claro. “Al comienzo de una página, un capítulo o una frase, a menudo no sé dónde me llevará la continuación”, escribe el director. “Tal como al volver las páginas de un libro no sé qué encontraré al otro lado”. Eisenstein escribe sus memorias por asociación de imágenes, recuerdos e ideas. El empleo, además, de imágenes artísticas y alegorías metafóricas de doble sentido, lo que los rusos denominan inokaszánie (entrelíneas), contribuye a la creación de un estilo peculiar y único, mediatizado por la tiranía y la censura. ¡Qué vida más trágica la del pobre Eisenstein¡ Me recuerda a un héroe griego, Ayax, y las palabras de Sófocles: “Ved qué ola desde ha poco me envuelve, rodeándome bajo los efectos de la sangrienta tempestad”. En Troya, Ayax, héroe valeroso y honrado, se ha distinguido por su osadía en todas las acciones. A primera vista diríase que es un personaje agraciado por el destino. Pero el destino juega malas pasadas en ocasiones. Así suele ocurrir en las tragedias griegas, casi tanto como en la vida.
Una historia para terminar: en la inigualable Ninotchka, de Lubitsch, uno de los personajes trata de consolar a la protagonista apelando a la memoria. La carta del amante, llegada de París, está censurada y sólo se lee el encabezamiento y el final. Ninotchka se siente abatida, derrotada. Entonces surge la frase que da sentido y consuela: “Los recuerdos no se censuran”. Al final del camino uno se da cuenta de que lo único que queda son los recuerdos. Eso debió pensar seguramente Eisenstein al escribir las Memorias inmorales.
domingo, 15 de noviembre de 2009
Estamos todos bem
En definitiva, sorprende enormemente que, seleccionada para el Prêmio da Jovem Literatura Latino-americana en 2007, ninguna editorial brasileña se haya interesado todavía en la publicación de esta brillante novela. En un precioso pasaje de Estamos todos bem, Vera H. Rossi escribe casi a modo de presentación de la protagonista y de la historia lo siguiente: “Quero me apresentar a vocês com minhas lágrimas, meus sonhos, meus delírios, minhas risadas extranhas, e nâo apenas com meu nome”. Y luego continúa: “Tenho muito mais a oferecer do que simples fórmulas de felicidade”. Efectivamente, la primera novela de Vera Helena Rossi nos ofrece mucho más que sencillas recetas para la felicidad, nos regala un personaje extraordinario, “uma mentirosa, por excelència”, nos presenta una narración arriesgada que se encuentra tal como dice uno de los personajes del relato en “no esplendor de uma revoluçâo permanente da palabra”, nos deleita con una soñadora que se pregunta de forma inquisitiva “por que nunca encontrarei alguém igual a mim?”. Esta imposibilidad de encontrar a alguien semejante se traduce en un estallido de melancolía: “Quem sabe, um dia, paro de sonhar. Porém, enquanto o mar nâo seca, vivo. É este o pacto. Viver até que o mar se seque. Até là, continuo sonhando”. Y nosotros, con Clara Pereira, seguiremos soñando, hasta que el mar se seque.
domingo, 25 de octubre de 2009
La civilización y la nada
En Extraña noche en Linares, el primero de los relatos que presenta De Rus, el protagonista abandona Madrid, después de vender su casa, y se instala en Linares llevando como único equipaje el desprecio a los demás y unas cuantas drogas, legales e ilegales. En la vieja casa familiar, el solitario héroe de la historia lleva una vida de eremita, rodeado de música y libros, en dos reducidos espacios que configuran su territorio -el patio y la habitación oeste-, porque lo que pretende es “alejarse del mundo aunque se viviera en él”, de modo que sólo algunos paseos por las viejas minas rompen la rutina cotidiana, hasta que un buen día, adormecido en una de esas minas como consecuencia del efecto de las drogas, tiene un sueño que le traslada a una realidad más brillante: yace con dos mujeres que le enseñan las bellezas de “otro mundo” situado, curiosamente, en la oscuridad de la gruta. Son, además, estas dos hermosas mujeres quienes, al salir de la cueva, al llegar a la luz, muestran al protagonista la verdadera realidad de un pueblo blanco andaluz, con todo su primitivismo y su salvajismo. Es como si De Rus, de forma consciente o inconsciente, le hubiese dado la vuelta al famoso mito de la caverna platónica. Al volver del sueño, al salir definitivamente de la gruta, el protagonista es consciente de que “su visión del mundo” ha cambiado. Ya nada volverá a ser lo mismo según parece apuntar el final de la historia. En Yo fui quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit, el segundo de los relatos que configuran La civilización y la nada, De Rus ha escrito la historia de un anciano solitario que acude al médico de forma rutinaria porque se le achaca el síndrome de Diógenes, un individuo que a finales de los sesenta “decidió olvidarse del mundo y vivir en la cultura”, que habita en una casa atestada de libros, pasea rutinariamente por el parisino barrio de Saint Germain y se dedica a robar –libros- en las librerías. El relato se inicia con una larga disertación en la que el anciano –casi como si se tratara de un sueño- cuenta al médico su experiencia como ayudante de sonido en la maravillosa película de Truffaut, Fahrenheit 451. El protagonista reconoce complacido haber ideado una de las más famosas escenas de la película: una mujer de edad madura es devorada por las llamas junto a los libros que conformaban su vida, una brillante metáfora que resume el espíritu de la película, a saber, el vacío de una vida sin libros, pues quemados por los bomberos son como cadáveres. Con cada libro muerto, tal como señala De Rus, desaparece una vida, un mito, un mundo. En la segunda parte del relato Yo fui quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit, el solitario anciano tiene un enfrentamiento con su hijo, una suerte de combate dialéctico entre aquel que sólo desea que le dejen en paz, en su mundo, y aquel que se ampara en las convenciones sociales, en la supuesta locura del “emboscado”, del “otro”, para imponer sus decisiones. Este juego de contrastes -entre pasado y presente, entre lo viejo y lo nuevo, entre “el hombre que sueña” y “el hombre que vive en la realidad”- recorre por entero La civilización y la nada. Y De Rus toma partido. La consecuencia más evidente es una clara tendencia a la crítica de costumbres, un desprecio a las maneras de nuestra civilización, que se instala a modo de inserto en los relatos, pero que se realiza casi siempre sin énfasis, como cuando dice que en Linares “la revolución industrial y la globalización económica habían dejado muertos en vida, desocupados, a los hombres adultos”, o como cuando afirma que las llamas de los libros en Fahrenheit 451 “transmitían el mensaje y denunciaban la quema de libros y cuadros por parte de los nazis, la persecución a los comunistas en Estados Unidos, las bombas atómicas con las que Estados Unidos mató cientos de miles de seres humanos inocentes en Japón, las hogueras de la Inquisición”. Sólo a veces –De Rus no lo puede evitar- la voz del narrador se convierte en un estallido como cuando retrata en pocas líneas el podrido sistema en el que nos movemos: “Nuestros dueños son más inteligentes que nosotros. No hace falta quemar ninguna obra; se corrompe el sistema educativo y asunto arreglado. Hemos convertido a los ciudadanos en siervos satisfechos; se les da los centros comerciales para que vomiten su ocio, restaurantes de comidas basura, miles de películas iguales para adolescentes idiotas, cientos de canales de televisión, y ya no ha nada que quemar…Nadie lee, y si alguien lee, da igual, se ha prostituido la democracia y votan en masa los noventa y nueve asnos en contra del voto del hombre que ha leído. Asunto arreglado. Final”.
Abanderado de un grupo de escritores conocido ya como “generación irreverente”, y que el poeta Luis Alberto de Cuenca ha llegado a comparar con los prerrafaelitas, De Rus nos invita en La civilización y la nada a la ensoñación y a la reflexión a partes iguales. Obsesionado por la falsa verdad instalada en nuestras vidas, por el analfabetismo generalizado, por la pérdida del sentido original y veraz de las cosas, por la búsqueda de la belleza en las historias del pasado, se observa en De Rus un cierto desapego a todo lo que representa el presente. Es como si los personajes necesitasen instalarse en los sueños para poder vivir. Y esos sueños sólo los proporcionan las drogas, el cine, los libros y la música.
Convencido de que la verdadera belleza está escondida, de que la vida es una constante búsqueda, he llegado a la convicción, tal como se dice en el texto, de que “sólo por el arte merece vivir”. Y dicho esto me despido con las palabras de Alicia Arés que cierran el prólogo: “De nuevo con de Rus tenemos que afirmar: Los sueños, solo”.
martes, 13 de octubre de 2009
Marcel Proust
En Por la parte de Swann, Proust cuenta con maestría el momento en que a partir de la observación de tres campanarios y la penetración en su misterio consigue llevar al papel las impresiones y sensaciones que ha experimentado, y la felicidad que se siente una vez “se ha escrito”, de tal forma que uno se libera de los campanarios y de lo que ocultan detrás, pues ha penetrado en su misterio, ha llegado al fondo de esa “realidad presentida”.
A propósito de la evocación del pasado, Proust recuerda una creencia celta según la cual las almas de los difuntos se encuentran cautivas en seres inferiores hasta que llega el día en que por cuestión de azar somos capaces de adueñarnos del objeto en donde está aprisionada el alma. Y es que la evocación del pasado es un empeño arduo que reside en nuestra capacidad para captar el alma en los pequeños objetos, a través de los cuales tan sólo es posible esa evocación. Proust describe con maestría la forma en que un té mojado con magdalena permite explorar, traer a la memoria los recuerdos de un pueblo, Combray, en donde el protagonista ha pasado su infancia. Asimismo, la belleza de Tansonville, el jardín de Swann, evoca para siempre en la mente del protagonista el amor que experimenta al contemplar por primera vez a Gilberte (la hija de Swann); y los árboles del bosque de Roussainville refuerzan el deseo exaltado de abrazar a una campesina y, de ese modo, abrazar a toda la naturaleza, hasta el punto de que “errar así por los bosques de Roussainville sin campesina a la que abrazar era no conocer el tesoro oculto, la belleza profunda, de aquellos bosques”; y el viento, “el genio particular de Combray”, consagra la unión ficticia entre la señorita Swann y el protagonista, aunque Gilberte vive en Laon, a varias leguas de distancia; y la visión de una torre cualquiera trae el recuerdo del campanario de Saint-Hilaire, un lugar entrañable en el corazón del escritor que “daba a todas las ocupaciones, a todos los puntos de vista de la ciudad, su figura, su coronamiento, su consagración”. Y no sólo los objetos y las cosas actúan como catalizadores de la memoria. En la rememoración del pasado, el nombre de Swann pasa a ser mitológico por “todas las seducciones singulares que le atribuía (el protagonista)”; y el nombre de Balbec despierta el deseo de las tormentas, del gótico normando; y el nombre de Florencia y Venecia se asocian con el sol, los lirios, el palacio de los Dux y Santa María de las Flores.
domingo, 27 de septiembre de 2009
La juventud domesticada
El libro de David P. Montesinos, La juventud domesticada (Popular, 2007), trata de explicar, según se lee en las primeras páginas del ensayo, “… la paradoja de que las categorías de lo juvenil hayan impregnado como valor afirmante dominios que van mucho más allá de la moda o el pop, al tiempo que los jóvenes han visto misteriosamente desactivado su poder transformador”. A partir de este supuesto previo, Montesinos describe un cuadro que, partiendo del análisis de la situación y la formación de los jóvenes en la escuela, la familia y la sociedad, llega hasta los entresijos de la acción política –o económica más bien- para realizar a fin de cuentas una crítica de la política neoliberal triunfante en nuestros días. “La conclusión es que a mayor implantación del modelo neoliberal”, escribe el autor, “más brecha entre clases sociales, menos poder institucional para contrapesar mediante la asistencia los nuevos desarreglos, menos capacidad de respuesta política y, en suma, mayor déficit democrático”. Puede parecer velada, en ocasiones, esta crítica al neoliberalismo, pero palpita entrelíneas, en cada una de las páginas del libro. Por eso el autor se lamenta tan a menudo de los efectos perniciosos que está engendrando la despolitización entre los jóvenes, la falta de una actitud política coherente que permita la acción social, la empresa colectiva. La cuestión política –podríamos llamarla así- está, pues, en el corazón del libro y abraza de forma general, tal como se ha mencionado arriba, la crítica al modelo neoliberal. Resulta, pues, evidente que Montesinos no podía obviar un tema fundamental de nuestro tiempo, la crisis de la democracia, que, con toda lógica, considera una crisis histórica y que relaciona con otras cuestiones tales como el aterrador individualismo de nuestros días y la debilidad de cualquier asociacionismo político o social. No es casualidad por tanto que el autor hable de revolución siempre en términos políticos, definiéndola como una especie de legado de la izquierda pequeño-burguesa forjado “hacia mitad del siglo XX” y bloqueado -fatalmente- en la actualidad.
Hay en el libro, en ocasiones, cierta tendencia a la generalización al tratar de sintetizar brevemente temas que necesitan un mayor desarrollo, lo cual conduce en ocasiones a interpretaciones arriesgadas. Montesinos considera un lugar común, sin ir más lejos, hablar en términos negativos de la era victoriana cuando se tratan cuestiones como la educación, la moral y la sociedad en general; relaciona el concepto de Bildung -una idea que entronca con la tradición germana de la educación del ser humano y con la paideia griega- y la Formación Nacional-Socialista; atribuye a mayo del 68 los modelos de resistencia ciudadana que hoy tenemos, estableciendo una relación con elementos tan dispares como el feminismo o la resistencia antifranquista; realiza afirmaciones sorprendentes, como cuando escribe que el proyecto hegeliano “es supuestamente el de la modernidad occidental”; y habla de la pérdida actual de la capacidad para contar historias en el cine, sobre todo americano -un hecho indudable e incontestable-, sin remontarse a los años sesenta, al denominado erróneamente “cine moderno”, en donde determinadas películas de J. L. Godard y M. Antonioni ya sugieren la cuestión de la incapacidad para narrar historias al estilo tradicional. Esta ocasional tendencia a la generalización no impide que Montesinos desarrolle determinados temas con una claridad meridiana y complete acertados análisis, como cuando plantea la transformación que se ha operado en el concepto de familia tradicional en los últimos años, o al explicar que el problema de nuestro tiempo es antropológico, de falta de referentes, o en el estudio de los Nuevos Movimientos Sociales, o al comparar mayo del 68 (que no era estricta ni exclusivamente una cuestión política, es decir, una cuestión de poder) y la revolución de Praga, o al contrastar las diferencias entre la familia anglosajona y la familia mediterránea, más cohesionada, o al esbozar determinadas reflexiones sobre aspectos sociales que le llevan a la conclusión de que, efectivamente, “la sociedad se ha feminizado”, o al matizar con minuciosidad las condiciones de la escuela en la sociedad actual, atreviéndose a sugerir que sigue funcionando como una fábrica, o al afirmar, con una rotundidad absoluta, que los actuales centros de secundaria están “dominados por la indiferencia, el aburrimiento y la irresponsabilidad”, o al definir nuestro entorno como “un mundo macdonalizado donde todo se quiere rápido y fácil”, o al poner en duda que la juventud sea el sujeto revolucionario que creyó la contracultura. Estos acertados análisis tienen su correlato en la descripción que ofrece el autor de la falta de transparencia de lo público en la sociedad actual. Se nos escamotea la esfera de lo público, mientras se convierte en espectáculo la vida privada, en un acto de intencionado engaño.
Al concluir la lectura de La juventud domesticada, el primer libro de Montesinos, se tiene la sensación de que la amplitud de miras del autor ha sido enorme y va mucho más allá de lo que, aparentemente, el título del ensayo puede sugerir en un principio. El resultado final es un trabajo sugerente, hermoso (emocionante cuando nos habla de los problemas de la infancia y nos recuerda que “millones y millones de niños –podrían llenar países enormes- padecen malnutrición, explotación, malos tratos, prostitución, participan en conflictos armados y no asisten a la escuela”), que, desde la humildad de sus páginas, nos obliga e incita a la reflexión y eso es algo que es de agradecer en estos tiempos de penuria intelectual.
lunes, 14 de septiembre de 2009
Cinemanía
El libro de Michael Herr sobre Stanley Kubrick (Anagrama, 2001) es una muestra de sabiduría narrativa y cinematográfica. Herr, que ha trabajo con Coppola y Kubrick, nos ofrece una sorprendente imagen del cineasta neoyorkino –humanista de nobles sentimientos- que contradice la frialdad aparente de sus películas. Esto obliga sin duda a una revisión de sus filmes para tratar de evitar ideas preconcebidas. Leyendo este pequeño librito se aprende más cine que con la mayoría de los “grandes” libros al uso, preñados de tópicos, a veces llenos de un lenguaje enrevesado y vacío que no aporta nada a lo único que verdaderamente importa: la cuestión cinematográfica. No es de extrañar que M. Herr, que ejerció la crítica de cine a principios de los años sesenta, se ensañe con aquellos que denomina “listillos pretenciosamente intelectuales” y señale con verdadero acierto el problema básico de la crítica actual: “Los críticos de cine insensibles a la puesta en escena no son un fenómeno reciente”. A lo que parece el problema viene de lejos. ¿No será que nos encontramos ante el único problema verdaderamente cinematográfico, la puesta en escena, precisamente el más difícil de analizar al reflexionar sobre una película?
Esa estrechez de miras al contemplar una película es la que impide a Evan Hunter, guionista de The Birds (1963), comprender en gran parte de las ocasiones cuáles son las intenciones reales de Hitchcock. En su libro Hitch y yo (Alba, 2002) se muestra sorprendido desde el mismo momento en que el célebre director británico decide contratarlo para adaptar la novela de Daphne du Maurier, aunque Hitchcock ya había "avisado" a Hunter: “He decidido que tengo que saber por dónde van las cosas”. Es una frase ambigua, pero que desvela el talento del cineasta para despistar cuando realmente está diciendo algo muy claro. Hunter era a principios de la década de los sesenta un escritor reputado y dos de sus libros habían dado lugar a excelentes películas: Semilla de maldad de Richard Brooks, y Un extraño en mi vida de Richard Quine. Hitchcock sabía lo que hacía cuando contrataba a Hunter. Es bien sabido que el maestro inglés era un showman que vendía extraordinariamente bien sus productos, pero muchos parecen desconocer que era un verdadero artista. Hunter comenta en el libro que Hitchcock estaba obsesionado por presentar The Birds como una obra de arte llena de simbolismos. “Esto era absoluta basura”, espeta Hunter, quien da la impresión de no entender absolutamente nada cuando afirma: “El problema de nuestra historia, refiriéndose a The Birds era que nada era real”. Ni falta que hace, hubiera respondido Hitchcock. El cine del maestro no puede entenderse en términos de realismo. Es precisamente esa falta de perspectiva la que continuamente atenaza a Hunter en su relación con Hitch. El escritor neoyorkino explica cómo el maestro eliminó diversas escenas de la película porque carecían de valor dramático. Estamos aquí ante una de las mayores lecciones de Hitchcock. En The Birds “había demasiadas escenas “sin escena” en la película”, afirma el maestro, y luego continúa: “Con esto quiero decir que las secuencias menores pueden tener un valor narrativo, pero no tienen valor dramático en sí mismas. Es muy evidente que les falta solidez y que no tienen un clímax como el que debe tener una escena dramatizada a la hora de montarla”. Este troceamiento de escenas sin sentido dramático que trata de evitar Hitchcock es, por ejemplo (¡qué gran desgracia¡), excesivamente habitual en el cine moderno. Hunter, en su afán por explicarlo todo, reprocha a Hitch no haber sabido explicar por qué atacan los pájaros. Ni falta que hace. Ése es uno de los misterios y encantos de la película. Estamos demasiados acostumbrados a películas en donde parece necesario tener que dar todas las claves y todas las explicaciones a los espectadores. Hunter trata de llevar The Birds a su terreno de escritor y olvida el aspecto puramente cinematográfico. No comprende por qué Hitch decide escribir otro final para The Birds ni por qué consulta el director a otros escritores, ni por qué es expulsado del guión de Marnie. El guionista no es un escritor al uso, es simplemente una pieza más del engranaje. Así lo entiende el maestro y así debe ser. Sobre el cine, a fin de cuentas, valgan las palabras del propio Hitchcock: “Algunas veces me pregunto qué sentido tiene todo esto. Dentro de cien años se habrán convertido en polvo dentro de sus latas”.
viernes, 28 de agosto de 2009
Intercanvi
El libro está lleno de digresiones que remiten a los temas de la novela y a las preocupaciones del autor: la historia de nuestro héroe encuentra paralelos en la vida de los ajedrecistas Spassky y Fischer, dos emboscados, dos desaparecidos (y también dos emigrantes); las películas que se mencionan en el texto (In the Mood for Love, Lost in Traslation, Mala sangre, Brokeback Mountain, Ficció, El amor en los tiempos del cólera) no son exclusivamente el resultado de una cinefilia concreta sino la expresión de una idea que deambula por toda la novela, a saber, la imposibilidad del amor; la imagen imborrable de Li Zhen observada, a través de las persianas que separan una habitación y un patio, por los ojos oscuros de un joven de Pekín, en medio de la noche, en medio de una tormenta, hacen referencia también a esa magia del amor que nunca llega; la pasión por el escritor M. Houellebecq, en especial su libro Las partículas elementales, nos transporta a otro tema latente en la novela, la dualidad, y no olvidemos que la historia de Intercanvi se cierra precisamente en un avión donde el protagonista se encuentra con un polaco que parece su doble y que lee el ya mencionado libro de Houellebecq; la presencia de E. Jünger en el hotel Raphaël durante la segunda guerra mundial, como oficial de la Wehrmacht, mientras observa la vida parisina y escribe unos diarios, está en la base, en el origen de Intercanvi; la historia del escritor M. Bulgakov, un posible emigrante que nunca pudo salir de la antigua Unión Soviética por razones políticas, es una forma de insistir sobre un tema redundante en la novela, la represión de los Estados y la falta de libertad; la descripción de la miseria del corredor de Les Halles y la historia del hospital de La Salpêtrière (tomada del libro de Foucault, Historia de la locura en la época clásica) permiten hacer un retrato de la pobreza y la marginalidad, obsesiones del escritor; las historias que cuenta el anciano Le Pélletier al protagonista nos hablan de la presencia de los soldados alemanes en París –en realidad emigrantes forzosos-, de la deleznable actuación del gobierno de Pétain contra los judíos y de la situación incómoda de los emigrantes argelinos en París durante los años cincuenta y sesenta, historias que en su conjunto confluyen en la vida de Maurice Papon, responsable de las cuestiones judías en el gobierno de Vichy y prefecto de policía encargado de reprimir las manifestaciones de los emigrantes argelinos; las vicisitudes de Pere Espadilla, comerciante textil que vende camisetas con caligrafía oriental impresa y que tiene un importante mercado en China, nos remiten directamente a la historia que imagina el protagonista de la novela y nos devuelven al tema de la dualidad (no es causalidad que la cinefilia del autor nos deje la siguiente pista: la mención de La doble vida de Verónica); el viaje que emprende nuestro héroe a Berlín invita a comparar los trenes franceses y españoles, lo viejo y lo nuevo, pero, sobre todo, da pie a una reflexión sobre el odio a lo antiguo y lo viejo en nuestro país, sean trenes, casas, libros o cines; la visión de un cuadro de Friedrich, El monje frente al mar, es una invitación a la soledad y la melancolía (en el mismo sentido funcionan las referencias a Sisley, Munch o Turner, que no son únicamente fruto de un determinado gusto estético) que impregnan en definitiva toda la historia de Intercanvi. Ante este cúmulo inagotable de pequeñas historias que pululan por la novela –pensemos que el viaje a Berlín funciona como una amplia digresión ¡que ocupa un tercio de la novela¡- da la impresión de que J. M. Sanchis encuentra cualquier excusa para abandonar el argumento central, para desviarse de la narración principal que parece no interesarle demasiado y que queda en cierta medida inconclusa.
Todos –o casi todos- los personajes de la novela, sean reales o de ficción, sea Boris Spassky o Li Zhen, están marcados por el exilio forzoso y el problema de la identidad. No es casualidad, pues, que el problema de la lengua esté también en el punto de mira de la novela. La dialéctica entre el valenciano y el catalán, entre el castellano y el catalán, y la degeneración del lenguaje son algunos aspectos tratados en la novela, a veces de forma seria, a veces de forma irónica, como cuando dos españoles se encuentran en el metro y charlan a propósito de sus experiencias parisinas de esta guisa: “Para mí yo creo que es mejor que el Louvre, que también es una pasada, pero que es tan grande que te pierdes y ya no sabes qué es esto y qué es lo otro. Ya, cuando nosotros también, con la Mona Lisa, todos los japoneses haciendo fotos y el guardia ahí dale que te pego: please, no photos, no photos...”. También está recorrido el libro por metáforas y comparaciones siempre relacionadas con las tribulaciones del paseante parisino de Intercanvi y con las intenciones de la novela: así, por ejemplo, el retorno del pasado después de un período prolongado de olvido se expresa mediante la imagen del lecho de un río vacío que de repente se llena de forma inesperada por las lluvias torrenciales (“Així com els vells llits de riu dessecats per la misèria d’unes pluges que no arriben són de nou omplerts pels inesperats diluvis, els oblits, capses antigues on roman encara la flaire dels afectes, poden tornar de les golfes on estaven abandonats al menjador on fem la vida”).
Es importante detenerse ahora un momento en un pasaje que, hacia la mitad de la novela, nos puede ayudar a comprender mejor las intenciones del escritor: Ariane, la hija de Li Zhen, camina por las calles de Changsha y la visión del río Xiang le recuerda un paisaje de Turner, Rain, steam and speed. La comparación de los dos espacios impulsa al narrador a escribir la siguiente reflexión: “De vegades, els paisatges sobre la terra es repeteixen come els rostres dels humans que l’habiten, és com un aire de família que emparenta dos llocs separats per milions de cares distintes, com si l’etern retorn d’allò igual jugara a mostrar-se ací i allà i prescindira del temps i de l’espai, simplement tornara a aparéixer davant dels ulls humans disposats a constatar, una vegada més, que hi ha en l’ambient algun fil feble que uneix les parts distants i fa posible els intercanvis”. Intercambio de paisajes, de rostros, de identidades. ¿Acaso no estamos ante el tema principal de la novela?
Para finalizar una historia. Como el protagonista se deja llevar en múltiples ocasiones por determinadas ensoñaciones recordaré la más hermosa de ellas. Al salir de París en dirección a Berlín, desde la ventanilla del tren nuestro héroe se abandona a la contemplación del cementerio de Saint-Ouen: “El tren va passar fregant la tàpia del cementeri de Saint-Ouen, des del moviment cadenciós dels vagons les tombes provocaven un estrany joc de perspectives, les primeres creus passaven molt de pressa i desapareixien de seguida mentre les últimes romanien uns instants en silenci, aferrades a la possibilitat inútil de restar fixes en la finestra de doble vidre que separava ara els vius dels morts”. Las primeras cruces del cementerio pasan deprisa delante de nuestra retina, las últimas permanecen en silencio, tratando de quedarse fijas en nuestra memoria. La sensación que ofrece este estimulante libro, Intercanvi, es muy semejante. Fluye como una melodía cadenciosa, tratando de escaparse, pero luego se resiste a abandonarnos.
domingo, 16 de agosto de 2009
Stefan Zweig
Obsesionado por los momentos decisivos que pueden cambiar el rumbo de la historia, Zweig cuenta la historia del mariscal Grouchy, un hombre mediocre, superado por su propio destino, que, incapaz de subvertir las órdenes de Napoleón y tomar la decisión de abandonar la persecución de los prusianos para retroceder y ayudar a su general en Waterloo, pierde la oportunidad histórica de cambiar el destino de Napoleón y el del mundo entero. Es, sin embargo, una rara merced del destino la que permite que Goehte escriba La elegía de Marienbad, un imponente poema, misterioso en su esencia, memorable en su ejecución. Y una empresa tan arriesgada y difícil como el establecimiento del telégrafo eléctrico entre Europa y América sólo se puede llevar a cabo gracias a un encuentro azaroso: el ingeniero inglés Gisborne, que está enfrascado en la tarea de colocar un cable entre Nueva York y Terranova, se topa por azar con el dinámico, emprendedor y entusiasta Cyrus W. Field, que financiará a partir de ese momento el proyecto de tender el telégrafo eléctrico entre los dos continentes, tomándolo como un empeño personal, la misión de una vida. El azar actúa de la forma más insospechada en los momentos más imprevisibles. Un decreto del zar salva en última instancia la vida de Dostoievski cuando iba a ser fusilado en la plaza de Semenovsk el 22 de diciembre de 1849. El poeta se arrodilla y comprende entonces el dolor y el sufrimiento que hay esparcido por el mundo, comprende entonces que “sólo el dolor lleva hacia Dios”. Zweig explica, por cierto, el destino de Tolstoi en términos de sufrimiento. “Si no hubiera sufrido por nosotros”, escribe, “Lev Tolstoi nunca habría llegado a ser lo que hoy representa para la humanidad”.
El humanismo de Zweig entronca con la visión del mundo de Tolstoi, dominada por la idea del amor humano y fraterno entre los hombres. Esta idea de fraternidad universal es la esperanza del escritor vienés. Las cartas que escribe el capitán Scott en 1912 a su familia, a sus amigos, a la nación inglesa, mientras espera la muerte encerrado en una tienda, en medio de la gélida planicie del Polo sur, se convierten de esta guisa en un ejercicio de amistad, humanismo y amor hacia los hombres. Del mismo modo, el éxito en la colocación de un cable eléctrico entre Europa y América no sólo permite transmitir palabras a través del océano sino que contribuye a la unidad de la humanidad. O al menos así lo ve Zweig, precisamente porque ése es el aspecto que le interesa resaltar. “Y desde ese momento”, escribe, “la Tierra tiene un único latido”. Esta unidad de la que habla el escritor vienés se verá truncada con la primera guerra mundial. Tras el sangriento conflicto, la ilusión de una reconciliación definitiva se plasma en el mensaje del presidente Wilson: paz eterna, justicia y humanitarismo. Es el ideario anhelado por Zweig, un ideario fundado en la hermandad entre los pueblos, la compasión, la libertad y la defensa de los derechos humanos. Pero Wilson fracasa en la conferencia de paz de 1919. Y parece que la historia se repite. La fallida reconciliación entre Occidente y Oriente, expresada en la breve unión de las iglesias latina y griega antes de la caída definitiva de Bizancio en 1453, certifica la misma idea. Bizancio, que en la visión de Zweig forma parte sin ninguna duda de la cultura europea, pide ayuda a Occidente para frenar a los turcos a cambio de transigir en ciertos aspectos religiosos. La reconciliación, sin embargo, es efímera porque mientras el clero griego no está dispuesto a la sumisión, los aliados occidentales tampoco cumplen con el apoyo militar que habían pactado con Bizancio. La historia se repite, pues: el anhelo de unidad en Europa, el sueño de una paz duradera en el espíritu de la reconciliación y la eterna quimera de un mundo humanizado se desvanecen.
miércoles, 29 de julio de 2009
Roberto Calasso
En el origen, pues, se encuentran la hierogamia y el sacrificio, los dos pilares sobre los que se funda la mitología. No es casualidad, por tanto, que R. Calasso haya reflexionado sobre el dilema que plantea el origen de la tragedia, porque aquí encuentra una relación entre sacrificio y nupcias, una unión que avanza hacia la división. Calasso llega a la conclusión de que tanto Eratóstenes como Aristóteles tienen razón. La tragedia es la danza alrededor del macho cabrío, pero es también la danza del macho cabrío, porque Icario y sus amigos bailan vistiendo jirones de la piel del macho cabrío. En la tragedia se manifiesta también una tensión entre asesinato y sacrificio, bien en la coincidencia o bien en la separación de los dos términos. Tanto la hierogamia como el sacrificio se producen en una época de contacto entre dioses y hombres, la época de los héroes, una época marcada por la fascinación que sienten los griegos por el enigma, por un problema que debe ser resuelto para alcanzar un nivel más elevado de perfección. El sentimiento dominante que recorre esta época dorada de los griegos, que se expresa en la literatura de Homero a Eurípedes, es que la vida es “la dulzura de mirar la luz”. Así se expresa Ifigenia antes de morir: “Contemplar la luz es para los mortales la cosa más dulce; lo que está debajo de la tierra es nada”. La imagen de la vida en esta época heroica es la de un proceso único e irrepetible, sin huella de otra cosa, sin reenvío. Aquiles lo ha expresado mejor que nadie y sus palabras permanecen vigentes a lo largo de los siglos: “Bueyes y robustas ovejas pueden robarse; trípodes y caballos de rubias crines pueden comprarse; pero la vida de un hombre nunca vuelve, ni se la puede robar ni comprar, desde el momento en que sale del claustro de sus dientes”. Junto a la alegría interior, el don griego por excelencia es la búsqueda de perfección, que se expresa en un objeto, una trama vegetal: la corona. La triste historia de Ariadna, por ejemplo, se resume en una corona, en un círculo del que no puede escapar y que se expresa en el amor que siente hacia Teseo, una especie de condena expresada en la frase: “Me he acostumbrado a amar para siempre a un hombre” (quizá no sea casualidad que en Atenas se repetía de continuo, durante siglos, la frase “nada sin Teseo”, pues “además de héroe, Teseo es el iniciador del héroe”. Los griegos, por cierto, creían que la mujer era incapaz de philía, la amistad que nace del amor. Sin embargo, la literatura griega nos ofrece un ejemplo impresionante de philía femenina. Sabiendo Admeto que su muerte sólo se aplazaría si alguien le sustituía en el camino hacia la otra vida, buscó infructuosamente entre sus amigos y parientes. Ni siquiera sus padres recogieron el testigo. Sólo su mujer, Alcestis, fue capaz de sacrificarse, testimonio único de philía entre los griegos.
El tiempo de los héroes se enmarca en el denominado reino de Zeus, el de las historias griegas, un reino donde Zeus es el único, es el principio, medio y fin porque ha devorado a los dioses y a las diosas, a los astros, al Océano y los ríos, y a la profunda cavidad subterránea. En su vientre se halla, pues, “todo lo que había sido y todo lo que habría de ser”. Un misterio envuelve la vida de Zeus, un misterio que se encuentra en una estancia cerrada en el Olimpo, vacía, cuadrada, sin ventanas, una estancia sellada e inviolable donde está el rayo de Zeus, una estancia a la que sólo tiene acceso Atenea. El misterio forma parte de la mitología griega, y quien trata, por tanto, de comprender el mito en términos de creencia está errando el camino en la investigación. El mito es un riesgo en el que caemos, es un encantamiento, un canto encantador, epadein. Las figuras del mito están sometidas a una duplicidad, complejidad, fruto de las variaciones que experimenta la misma historia o el mismo héroe (mientras que los personajes de la novela, por ejemplo, están circunscritos, por así decirlo, a una sola vida -y una sola muerte, por tanto-). “Los mitos griegos”, escribe Calasso, “eran historias transmitidas con variantes. El escritor –fuera Píndaro u Ovidio- las recomponía, de manera diferente en cada ocasión, omitiendo o añadiendo. Pero las nuevas variantes debían ser raras y poco visibles”. Así es como se transmite y sigue viviendo el mito en la literatura. Y la historia tampoco es ajena a estas variantes o variaciones. “La utilidad de la historia, y de los historiadores”, escribe Calasso, “consiste en presentarnos y contarnos cosas que pueden revelar su sentido a centenares, millares de años de distancia”. Burckhardt sabía, por ejemplo, que en Tucídides se podían encontrar hechos primordiales que sólo adquirirían pleno significado cientos de años después. Calasso toma la palabra a Burckhardt y menciona la desaparición de los ilotas más ilustres en Lacedemonia -precisamente porque eran los más preparados para dirigir una posible revuelta- tal como la cuenta Tucídides, un hecho que se volverá a repetir en los años de Stalin. Es como si la historia, igual que los mitos, se repitiese con ligeras variantes.
En la época de los héroes, de la mitología y de los orígenes, el concepto de igualdad está relacionado con el de iniciación, justamente allí donde surge, en Esparta. Se manifiesta aquí, nuevamente, la obsesión que Calasso siente por el origen de las cosas. Resulta, pues, que el proceso de iniciación convertía a todos los espartanos en iguales, homoioi. Con el paso del tiempo este concepto de igualdad se ha asentado en la historia y los teóricos de la democracia (que no han entendido nada) le han dado la vuelta a su origen, ya que sitúan la igualdad en el extremo opuesto de la iniciación, como su contrario. Esta idea de iniciación ha sido retomada por Platón, justo en el momento en que se está experimentando un profundo cambio en el status de los héroes y la mitología griega. Roberto Calasso, que duda siempre de las intenciones de Platón -“nunca se puede estar demasiado seguro de los sentimientos de Platón”, asevera Calasso, capaz de exaltar el orden espartano y al mismo tiempo criticar la preponderancia de la gimnástica frente a la música y la filosofía en Lacedemonia-, piensa que, aunque la República puede pasar por un libro sobre el Estado perfecto, en realidad es un tratado de iniciación de los futuros guardianes de la república, acaso un tratado para iniciados. En la República, los denominados guardianes, phylakes, sufren el mismo proceso de selección que los eforos, ephoroi, en Esparta (etimológicamente tanto unos como otros son observadores desde arriba). En época platónica, no cabe duda, asistimos a un proceso en el que la verdad se ha convertido en el recuerdo de otros tiempos. En eso precisamente se fundamenta la teoría platónica del conocimiento: “no existe la novedad, sino el recuerdo. Lo nuevo es lo que tenemos de más antiguo”.
La época de los héroes cubre un breve espacio de tiempo en el que confluyen hechos extraordinarios: la caída de Creta, Micenas y Troya. Después se produce la aparición de Atenas. Los héroes dieron lugar a acontecimientos significativos y luego desaparecieron de la faz de la tierra. Hacia el final de esa época, el tiempo se acelera pero se dilata la atención sobre los acontecimientos, que serán contados minuciosamente, manteniéndose su recuerdo en la literatura, básicamente de Homero a Eurípides. Hacia el final de esa época también, Cadmo esparce el alfabeto fenicio por la tierra griega. Los dioses se separan definitivamente de los hombres. Nace la historia. A partir de ese momento sólo queda el recuerdo.