martes, 13 de octubre de 2009

Marcel Proust

La lectura vespertina, tanto en la habitación como en el jardín, forma parte de los recuerdos de Proust, una lectura que tenía como objetivo el descubrimiento de la verdad. El novelista cuenta (en Por la parte de Swann, novela publicada en 1913 y primera entrega de su monumental obra En busca del tiempo perdido) cómo intentaba apropiarse -ésa es la palabra- de la esencia de los libros: “…lo más íntimo que ante todo había en mí, el mando en incesante movimiento que gobernaba el resto, era mi creencia en la riqueza filosófica, en la belleza, del libro –fuera cual fuese- que estaba leyendo y mi deseo de apropiármela”. Proust reconoce, en este sentido, un interés primordial por los personajes de las novelas, dejando en un segundo plano el paisaje. Y, por supuesto, en las lecturas “…siempre estaba presente en mi pensamiento”, dice el joven protagonista de Por la parte de Swann, “el sueño de una mujer que me amara”. Recuerdos e imágenes brotan de las novelas. Esta pasión por la lectura se combina con la idea de la escritura, que está en la mente de Proust desde la infancia. Sin duda, soñaba con ser escritor, y no uno cualquiera. Deseaba ser el primer escritor de la época, pero al mismo tiempo, tal como se lee en Por la parte de Swann, desconfiaba de sus posibilidades para “encontrar un tema al que pudiera infundir un significado filosófico infinito”. Obsesionado en la búsqueda de una idea que diera sentido a su pasión por escribir –y a la vida, por tanto-, Proust llega a la conclusión de que el misterio de la escritura reside en la capacidad que tiene la voluntad para llegar a descubrir “la realidad presentida” que se encuentra bajo las cosas y que recuperamos en ocasiones a partir de las imágenes de esas “cosas” que retenemos en nuestra memoria.

En Por la parte de Swann, Proust cuenta con maestría el momento en que a partir de la observación de tres campanarios y la penetración en su misterio consigue llevar al papel las impresiones y sensaciones que ha experimentado, y la felicidad que se siente una vez “se ha escrito”, de tal forma que uno se libera de los campanarios y de lo que ocultan detrás, pues ha penetrado en su misterio, ha llegado al fondo de esa “realidad presentida”.
Toda la visión de Proust se fundamenta, pues, en las imágenes conservadas en la memoria (siempre parece distinguir entre el hombre que es y el hombre que recuerda), a pesar de las transformaciones ejercidas por el transcurrir del tiempo, y en la veracidad y la grandeza que emanan de la vida intelectual, porque de entre todas las vidas paralelas que llevamos es la más rica en peripecias. La vida intelectual nos permite el descubrimiento de verdades, la apertura de caminos nuevos, y nos ayuda a recrear el pasado, los recuerdos que atraviesan los años. En la descripción en torno a Combray, espacio en el que se desarrolla buena parte de Por la parte de Swann, Proust distingue dos zonas bien diferenciadas que responden a la estructuración del paisaje: la parte de Méséglise-la-Vineuse (también conocida en la familia del protagonista como la parte de Swann) y la parte de Guermantes, dos entidades abstractas en la mente de Proust, el paisaje de la llanura y el paisaje del río. Es aquí donde el novelista encuentra su asidero, su “territorio”. “Precisamente”, dice el escritor, “porque creía yo en las cosas, en las personas, mientras los recorría, las cosas, las personas, que me dieron a conocer son las únicas que aún me tomo en serio y aún me dan alegría. Ya sea porque la fe creadora esté agotada en mí o porque la realidad tan sólo se forma en la memoria, las flores que se me muestran hoy por primera vez no me parecen flores de verdad. La parte de Méséglise –con sus lilas, sus majuelos, sus azulejos, sus amapolas, sus manzanos- y la parte de Guermantes -con su río, sus renacuajos, sus nenúfares y sus botones de oro- constituyeron por siempre jamás para mí la imagen de los países en los que me gustaría vivir”. Es la única realidad, el territorio de la infancia revivido a través de la memoria. Y aunque otros “territorios” actuales puedan recordar el pasado, lo que desea es el pasado íntegro, tal como era. “…Lo que quiero volver a ver”, dice Proust, “es la parte de Guermantes que conocí”, ese paisaje que el novelista recupera por las noches, antes de alborear. “Así, con frecuencia me quedaba hasta el amanecer pensando en el tiempo de Combray”, en el pueblo, en el paisaje y en todas la personas que configuran el círculo familiar (sobre todo su madre).

A propósito de la evocación del pasado, Proust recuerda una creencia celta según la cual las almas de los difuntos se encuentran cautivas en seres inferiores hasta que llega el día en que por cuestión de azar somos capaces de adueñarnos del objeto en donde está aprisionada el alma. Y es que la evocación del pasado es un empeño arduo que reside en nuestra capacidad para captar el alma en los pequeños objetos, a través de los cuales tan sólo es posible esa evocación. Proust describe con maestría la forma en que un té mojado con magdalena permite explorar, traer a la memoria los recuerdos de un pueblo, Combray, en donde el protagonista ha pasado su infancia. Asimismo, la belleza de Tansonville, el jardín de Swann, evoca para siempre en la mente del protagonista el amor que experimenta al contemplar por primera vez a Gilberte (la hija de Swann); y los árboles del bosque de Roussainville refuerzan el deseo exaltado de abrazar a una campesina y, de ese modo, abrazar a toda la naturaleza, hasta el punto de que “errar así por los bosques de Roussainville sin campesina a la que abrazar era no conocer el tesoro oculto, la belleza profunda, de aquellos bosques”; y el viento, “el genio particular de Combray”, consagra la unión ficticia entre la señorita Swann y el protagonista, aunque Gilberte vive en Laon, a varias leguas de distancia; y la visión de una torre cualquiera trae el recuerdo del campanario de Saint-Hilaire, un lugar entrañable en el corazón del escritor que “daba a todas las ocupaciones, a todos los puntos de vista de la ciudad, su figura, su coronamiento, su consagración”. Y no sólo los objetos y las cosas actúan como catalizadores de la memoria. En la rememoración del pasado, el nombre de Swann pasa a ser mitológico por “todas las seducciones singulares que le atribuía (el protagonista)”; y el nombre de Balbec despierta el deseo de las tormentas, del gótico normando; y el nombre de Florencia y Venecia se asocian con el sol, los lirios, el palacio de los Dux y Santa María de las Flores.
Esta sensación agobiante de vivir constantemente en el pasado contribuye a degradar el presente. La sociedad burguesa por la cual transita Swann resulta irritante. Proust define al matrimonio Verdurin –y a la burguesía por tanto- como máscaras de teatro representando de forma diferente el regocijo. Swann opta por la sencillez, las artes (está llevando a cabo, por ejemplo, un estudio sobre Vermeer) y la magnanimidad desde que frecuenta el círculo de fieles de los Verdurin, precisamente porque son los aspectos que echa en falta en la hipócrita burguesía. “Hay autores originales”, escribe Proust, “cuya menor audacia escandaliza, porque, para empezar, no han halagado los gustos del público y no le han ofrecido los habituales lugares comunes: del mismo modo indignaba Swann al señor Verdurin. En Swann como en ellos, la novedad de su lenguaje era lo que hacía pensar en la maldad de sus intenciones”. En casa de los Verdurin, pues, Swann está fuera de lugar, nada a contracorriente, más o menos como debía sentirse el propio Proust al acudir a una velada en casa de una familia burguesa. Swann no soporta la moral establecida por la burguesía. La descripción de un personaje como Legrandin parece responder a ese distanciamiento que experimenta el protagonista al tratar con la clase burguesa. Legrandin se define como un jacobino, un hombre independiente, huraño, al que sólo complacen algunas iglesias, unos pocos libros y cuadros, y la luz de la luna. Pero eso es únicamente una fachada. Simplemente es un snob. El problema es que en determinados círculos la moral burguesa deber ser respetada, ya que en caso contrario se produce el rechazo. Por eso, el joven protagonista de Por la parte de Swann pierde la amistad de Bloch, porque no respeta las reglas de esa moral y entonces se le aparta de la casa donde vive el clan familiar en Combray, pero antes ya ha insuflado en el protagonista una idea que va a tener gran influencia en su vida, haciéndolo feliz y desdichado a partes iguales, a saber, la noticia de que todas las mujeres no piensan en otra cosa que en el amor y que no hay ninguna cuya resistencia no se pueda vencer.
En medio de la rutina de una sociedad cerrada, un paseo por los alrededores de Combray resulta extraordinario, al igual que el sábado, asimétrico porque todos los acontecimientos del día se adelantan una hora. Los dos protagonistas de Por la parte de Swann (el joven de la primera parte y el solitario Charles Swann de la segunda parte) buscan lo extraordinario evocando el pasado. Sin embargo, el paso del tiempo supone la muerte de los dioses. Queremos recuperar el recuerdo pero es imposible. El protagonista se siente demasiado viejo al comprobar que ya nada es igual en el Bois de Boulogne al volver allí años después, comprende “la contradicción que representa buscar en la realidad los cuadros de la memoria, faltos siempre del encanto que deben a la memoria misma y la imposibilidad de percibirlos por los sentidos”, hasta el punto de afirmar rotundamente: “La realidad que yo había conocido había dejado de existir”.

2 comentarios:

  1. Leyéndote me pregunto si es realmente tan fácil distinguir entre "el hombre que soy" y "el hombre que recuerdo". Diríase que este último es rastreado a través de un esfuerzo que empieza por la inducción sensitiva de una madalena en el té, y que el resultado de todo ese esfuerzo plasmado en una extensísima escritura es una cierta forma de fracaso, pues se comprueba que el mundo quiere reencontrar ya no existe. Ello no se debe solo a la transformación exterior, sino más bien al mudar de la mirada que se ha ido produciendo en el que busca, pues la suya ya no es -por más que quiera- la mirada del niño. Pero esto no resuelve mi duda. En parte porque el sentido del esfuerzo de anámnesis que es En busca del tiempo perdido -es raro que una buena novela no tenga mucho de eso, de rastreo de ciertas reminiscencias más o menos inconexas- no cae en saco roto, dado que el investigador no es el mismo que cuando empezó. Ha llegado al mismo punto, sí, a la misma nada si se quiere, pero su yo es nuevo, pues está atravesado por toda una experiencia interior que nunca había hecho antes y que, ciertamente necesitaba. Pero, sobre todo, es que el hombre que recuerdo no son solo "recuerdos", no solo es esa memoria consciente que cobra sentido a partir de un cierto relato nunca completamente fidedigno pero constitutivo de un yo tolerable para uno mismo. No me pondrá más freudiano de la cuenta, pero no sé qué yo en mí es recordado y cuál real... Sospecho que mi mundo está hecho a partir de primeras impresiones de las que ya no puedo desembarazarme porque ni siquiera soy capaz de identificarlas. Rastros de la infancia se desprenden de nuestra conciencia y necesitamos siete novelas enteras para que nos ajusten las cuentas, pero hay otros, en capas aún más profundas, que quedan ahí para siempre sin remedio. No podemos librarnos de ellos ni aunque quisiéramos, constituyen un territorio mítico desde el cual, por racionales y adultos que nos creamos, seguimos mirando la vida. El espacio de la infancia no se recupera nunca porque nunca ha dejado de estar presente...

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  2. Hay dos ideas que sugieres en el texto que me inducen a pensar. La primera es que la anámnesis recorre "En busca del tiempo perdido" y la mayor parte de las mejores novelas; la segunda es la sensación de que no podemos desembarazarnos de nuestro pasado.
    Saludos. Notorius.

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