lunes, 30 de noviembre de 2009

Cinemanía 2

En las Memorias inmorales de Sergei Eisenstein se leen estas misteriosas y enigmáticas palabras que podrían constituir un hermoso epitafio: “Cuando me miro cara a cara, me veo como un David Copperfield, frágil, más bien delgado, indefenso y muy tímido”. Según se desprende de la lectura de las Memorias inmorales, efectivamente, Eisenstein era un hombre ingenuo, algo inocente. Sentía una gran fascinación por estrellas norteamericanas como Judy Garland y Elizabeth Taylor, y le complacían películas como National Velvet. Reposando en un hospital moscovita, donde se curaba de un ataque al corazón, Eisenstein pidió a sus colaboradores Cita en San Luis, de Vincente Minnelli. Curiosamente, el director soviético sentía una gran animadversión contra gran parte de las vanguardias artísticas de su época. Experimentaba gran disgusto cuando se le mencionaban los nombres de Breton, Marinetti, los futuristas y los dadaístas en general. No exento de manías, adoraba a Joyce y le fastidiaba Proust. Sorprende, en todo caso, que este hombre de apariencia ingenua fuese capaz de crear una obra cinematográfica llena de arrobadora emoción, El acorazado Potemkin, que todavía nos conmueve –casi cien años después- por su fuerza arrolladora (no hay más que pensar en el crepitar de las olas y la furia del mar desplegándose contra la costa al inicio de la película), casi sin parangón en la historia del cine. Quien contempla por primera vez El acorazado Potemkin sufre una especie de impacto, un estremecimiento que no se mitiga con el paso de los años ni con las revisiones del film.

En 1952, en una encuesta reproducida en Sight and Sound, el director de cine Billy Wilder todavía pensaba que El acorazado Potemkin –casi treinta años después del estreno- era la primera entre las películas. En sus conversaciones con Hellmuth Karasek, que dieron lugar a un extraordinario libro titulado Nadie es perfecto, Wilder reconoce que el film de Eisenstein influyó en su decisión de contar historias para el cine. A decir verdad, cuando en abril de 1926 asiste en Berlín a una de las proyecciones de Potemkin, el director de origen austríaco queda impresionado por la violencia y la fuerza (power) que transmiten las imágenes, el modo en que la película atrapa al público, cómo domina a los espectadores. “Todo el mundo al salir del cine”, comenta Wilder, “ya fuera conservador o liberal, salía convencido de la justicia del comunismo”. En Nadie es perfecto, el director austríaco se hace eco de la influencia ejercida por Eisenstein y cuenta cómo en Días sin huella emplea una eficaz inserción para contar la “derrota” del borracho Ray Milland frente a la bebida, siendo la inserción, según Wilder, “una aplicación práctica de las teorías de Pudovkin y Eisenstein, de cómo hay que contar algo en una película”. De hecho, para ejemplificar la forma en que se emplean estas inserciones en el cine, Wilder recurre a El acorazado Potemkin, contándonos con su proverbial locuacidad una de las más famosas escenas del film: “Los marineros se quejan de la comida: la carne está podrida y llena de gusanos. Amenazan con un motín. Entonces se llama a un médico, un hombre bajito, que lleva una barba puntiaguda y unos quevedos. Éste contempla la carne, y para poder verla mejor se quita los quevedos y los utiliza como si fueran una especie de lupa. Y es esa lupa lo que aparece como inserto, en un primer plano; entonces puede verse cómo innumerables gusanos se mueven en aquella carne. El médico se da la vuelta hacia los marineros y dice: la carne está en perfecto estado. El público, en el cine, se estremece de rabia”. El enfrentamiento continuo con el dictador, la mutilación de sus películas y la imposibilidad de contar determinadas historias debieron convertir la vida de Eisenstein en un verdadero infierno y los films que logró acabar en un terreno abonado para las ambigüedades. No es de extrañar, por lo demás, que, su actividad se centrase durante tantos años en la teoría cinematográfica. Es curioso observar, por otra parte, que las memorias de Eisenstein coinciden con las de otros directores de cine en un punto esencial: están plagadas de melancolía, rabia y dolor a partes iguales. En Nadie es perfecto, Billy Wilder hace gala de una ironía que sirve para mitigar sus quejas ante los males de la industria (sea la separación de la Paramount, los problemas con los actores, los escritores o los productores). Pero esos estallidos de rabia e impotencia vienen solapados por ataques de melancolía e incluso ingenuidad (quizá no sea casualidad que uno de los temas preferidos del director austríaco sea el enfrentamiento entre la inocencia y la experiencia).
Al escribir sobre la trágica vida de Eisenstein y la frustración de gran parte de sus proyectos me viene ahora a la memoria un libro que leí hace años, La historia secreta de Howard Hughes, de Peter Harry Brown y Pat H. Broeske, precisamente porque jugando con total libertad y una cantidad de dinero inimaginable (nunca hasta entonces empleada en una película), Howard Hughes pudo hacer y deshacer a su antojo empleando tres años en la realización de Ángeles del infierno. El film se estrenó definitivamente el 30 de junio de 1930 en el Teatro Chino de Grauman, la sala de exhibición más cara de Estados Unidos, con una parafernalia que no ha tenido igual en la historia del cine. Howard Hughes era un “gilipollas forrado de pasta”, según el testimonio, siempre directo y mordaz, de Ben Hecht, pero también era un hombre temerario en todos los sentidos. Enfrascado en el proyecto de Ángeles del infierno desde 1927, Hughes estaba convencido de que en la filmación de la película debían realizarse maniobras difíciles con los aviones, a saber, descensos en picado hasta cincuenta metros del suelo para luego remontar el vuelo. Ante la negativa de sus aviadores, Hughes decidió hacer las pruebas personalmente y sufrió un accidente. Recuperándose de sus heridas en una cama de hospital, se envanecía de su condición talentosa. Al médico que le atendía y que pretendía que las persianas de su habitación estuviesen bajadas le espetó lo siguiente: “Tonterías, ¿qué importa mi vista en comparación con mi arte?”. Acosado por una cierta obsesión perfeccionista, después de más de un año de rodaje, Hughes se convenció a sí mismo de que era necesario reconvertir Ángeles del infierno en una película sonora. Corría el mes de febrero de 1929. También consideró oportuno cambiar la actriz principal, iniciándose de este modo un laborioso casting. Según parece, la conversación entre Arthur Landau, agente de Jean Harlow, y Howard Hughes se desarrolló de forma brillante, más o menos en los siguientes términos: “Es una tía dispuesta a montárselo con los aviadores”, insistía Landau desesperado, “pero es que además sabe que, aunque les haga olvidar la guerra durante un rato, ellos tendrán que despegar de nuevo y tal vez no vuelvan nunca más. Por eso se le rompe el corazón a la vez que se los tira”. Hughes, harto del casting y que, en un primer ensayo, había menospreciado a Jean Harlow (“a mi juicio, no vale un pimiento”), no estaba del todo seguro: “¿Tú crees que podrá con esto?”. “Por descontado”, respondió Landau, “lo que pasa es que está un poquito nerviosa”. “Una cosa más”, especificó Hughes, que hasta ese momento sólo había visto a Harlow bien abrigadita, “¿Qué tal anda de globos?”. “Los tiene grandes, te lo aseguro”, aseveró Landau rematando esta conversación de altos vuelos.
Howard Hughes, sin duda alguna, pretendía ser el más grande de los productores de la historia de Hollywood. Terminó convirtiéndose en un héroe de folklore. A fin de cuentas, nos ha legado dos obras maestras de los años 30, The Front Page, de Lewis Milestone, y Scarface, de Howard Hawks. Por aquella época, daba la casualidad de que Hughes estaba liado en un pleito judicial con el director que había elegido para Scarface, es decir, Howard Hawks, porque consideraba que en La escuadrilla del amanecer había tomado prestadas literalmente algunas escenas de Ángeles del infierno. Pese a algunas reticencias iniciales se ha de decir que Hughes y Hawks acabaron jugando al golf amigablemente. Al iniciarse el rodaje de la película, el productor alentó al cineasta del siguiente modo: “Al comité Hays que lo zurzan. Ponte a rodar y haz una película realista, excitante y todo lo sórdida que sea preciso”. Con Scarface, Hughes triunfó sobre los censores, pero con ciertas concesiones. Hubo que realizar cambios: el gángster termina en la horca y en la pantalla se lee un subtítulo: “La vergüenza de una nación”. La colaboración entre Hughes y Hawks se produce nuevamente en la primavera de 1940, durante la filmación de El forajido, aunque por breve tiempo. Cuenta la leyenda que el problema entre productor y director tuvo su origen en unas nubes. Después del rodaje de las primeras escenas, Hughes se encontraba preocupado y así se lo hizo saber a un ayudante: “No hay nubes. ¿Para qué nos vamos a rodar una película hasta Arizona si no conseguimos un bello efecto de nubes y claros? La pantalla parece desnuda, despojada de todo…”. No cabe duda, Hughes andaba azacaneado pensando en las dichosas nubes, pero esta cuestión no parecía importarle ni mucho ni poco a Hawks. La ruptura fue rápida y las palabras del director rotundas: “¿Por qué no terminas tú esto?”. “¿Te parece que podría?”, preguntó al parecer Hughes. “Te lo diré cuando lo hayas terminado”. En realidad, no sabemos la opinión final de Hawks sobre El forajido.
Por una especie de azar misterioso el hilo de la escritura nos ha conducido desde Eisenstein a Howard Hughes pasando por Billy Wilder. Pero volvamos ahora nuevamente a las Memorias inmorales. En el prólogo del libro, Eisenstein justifica el título de su obra con las siguientes palabras: “La inmoralidad de estas notas será de una especie muy distinta. No moralizarán. No se fijarán metas morales, ni predicarán sermones. No demostrarán nada. No explicarán nada. No enseñarán nada”. Y añade: “En mi labor creadora, a lo largo de toda mi vida, estuve ocupado en componer à thèse. Demostré; expliqué; enseñé”. La obra de Eisenstein, en efecto, está marcada por la moralidad, por la necesidad imperiosa de demostrar una tesis. Sin embargo, sus memorias carecen de esa estructura, de ese objetivo claro. “Al comienzo de una página, un capítulo o una frase, a menudo no sé dónde me llevará la continuación”, escribe el director. “Tal como al volver las páginas de un libro no sé qué encontraré al otro lado”. Eisenstein escribe sus memorias por asociación de imágenes, recuerdos e ideas. El empleo, además, de imágenes artísticas y alegorías metafóricas de doble sentido, lo que los rusos denominan inokaszánie (entrelíneas), contribuye a la creación de un estilo peculiar y único, mediatizado por la tiranía y la censura. ¡Qué vida más trágica la del pobre Eisenstein¡ Me recuerda a un héroe griego, Ayax, y las palabras de Sófocles: “Ved qué ola desde ha poco me envuelve, rodeándome bajo los efectos de la sangrienta tempestad”. En Troya, Ayax, héroe valeroso y honrado, se ha distinguido por su osadía en todas las acciones. A primera vista diríase que es un personaje agraciado por el destino. Pero el destino juega malas pasadas en ocasiones. Así suele ocurrir en las tragedias griegas, casi tanto como en la vida.


Una historia para terminar: en la inigualable Ninotchka, de Lubitsch, uno de los personajes trata de consolar a la protagonista apelando a la memoria. La carta del amante, llegada de París, está censurada y sólo se lee el encabezamiento y el final. Ninotchka se siente abatida, derrotada. Entonces surge la frase que da sentido y consuela: “Los recuerdos no se censuran”. Al final del camino uno se da cuenta de que lo único que queda son los recuerdos. Eso debió pensar seguramente Eisenstein al escribir las Memorias inmorales.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Estamos todos bem

Una mujer toma café en la cocina mientras siente “na boca do estômago a bílis ácida da separaçâo”. Piensa en la despedida de su marido y le vienen a la memoria el Réquiem de Mozart y la Novena Sinfonía de Beethoven. Así se inicia Estamos todos bem, la sugerente y, en ocasiones, desconcertante -por la variedad de registros que maneja- novela de la escritora brasileña Vera Helena Rossi. Estamos todos bem cuenta el proceso de degradación mental de una aspirante a escritora, los diferentes caminos –el azar, las circunstancias adversas- que la conducen a la locura (no es casualidad que la palabra “louca” se repita con frecuencia en la parte final del relato). La protagonista –inolvidable por otra parte- de la historia es Clara Pereira, una joven escritora de 33 años (una cifra mágica y simbólica que tiene resonancias religiosas tal como se pone en evidencia en el tramo final de la narración, cuando el proceso de degeneración mental de Clara resulta imparable) que, abandonada por su marido, lleva una patética vida. Solitaria, soñadora, obsesionada por la belleza de las palabras y de las cosas, Clara es una romántica que adora la filosofía y escribe en sus ratos libres un Livro de Anotaçôes Inúteis, una especie de diario sobre la soledad y la infelicidad -trasunto emocional de la situación que vive la protagonista y cuyo personaje principal es la homérica Penélope-, en el que se entremezclan curiosas definiciones lingüísticas en una suerte de “diccionario fragmentado”. Dotada de un profundo humanismo que nadie comprende, Clara es capaz de tener lástima incluso por una vieja cliente analfabeta con aires de grandeza. Siente piedad por esa mujer del mismo modo que sufre al contemplar a los mendigos en la calle, se compadece del sufrimiento de la gente hasta llegar a culparse de la miseria de los otros. Sueña, en definitiva, con un mundo en donde los seres humanos se entrelazan las manos en señal de amistad y concordia. Sin embargo, todas las personas y las cosas resultan adversas a la protagonista y contribuyen al proceso de degradación física y moral que experimenta, de tal modo que, mientras Clara tiene compasión de “los otros”, el mundo que le rodea se presenta casi como hostil, lleno de “amenazas” y de infidelidades. Su marido, Lisandro, es un profesor universitario con continuas aventuras fuera del matrimonio; Alfredo Kanitz, amigo de Clara, es en realidad un músico frustrado, un fracasado que sólo alcanza el éxito literario con las notas escritas en un blog titulado Cartas íntimas do senhor K, “uma cópia mal feita dos livros quase queimados de Kafka”, “um livrinho plagiado”, un texto copiado del Livro de Anotaçôes Inúteis de Clara; y para rematar el juego de infidelidades, Ludmila, su hermana, se convierte en amante de Alfredo Kanitz. Es un mundo carente de compasión y comprensión hacia los demás y, lógicamente, Clara se siente aislada. En este sentido, la metáfora de las hormigas devorando el azucarero en la mesa de la cocina al inicio del relato expresa de forma maravillosa la sensación de caos que poco a poco se adueña de la protagonista. Agostada por los sueños, los recuerdos (las fotos escondidas en una caja de zapatos, la afición a la música) y las decepciones de la infancia (Papá Noel, el desengaño amoroso con el muchacho más bello de la escuela, Roberto Dib), asfixiada por la situación que le rodea, incapaz de hacer frente a las desventuras de su vida, Clara se refugia en la ficción (el libro que escribe, el serial televisivo que devora compulsivamente), se deja arrastrar en una especie de vorágine, se emborracha continuamente, tiene aventuras amorosas con extraños, se siente, en suma, cansada y envejecida. Arruinada física y moralmente, la idea de suicidio planea por su cabeza. Comportándose como una visionaria con una “misión” religiosa (no olvidemos que la protagonista tiene treinta y tres años), Clara pretende “parir uma coisa maravilhosa, divina” mientras unas voces, que recuerdan el daimon socrático, no dejan de resonar en su cabeza acompañando sus decisiones. Y al llegar a este punto y recordar el final de la escritora Clara Pereira, encerrada en un manicomio (contemplando el final del serial televisivo que tanto le obsesiona y conviviendo imaginariamente con algunos de las personajes de su historia personal) me viene a la memoria el destino aciago de mi admirado Robert Walser, el paseante solitario.
Toda la novela está contada desde la mirada de Clara sobre “los otros”, sobre los individuos que conforman su vida. Esta indagación sobre “los otros” (para evitar hablar de sí misma entre otras cosas, de un posible sentimiento de inferioridad que arrastra desde pequeña) es una constante en la narración: “Indagaria sobre a professora de inglês”, piensa Clara, “os discos, as aulas de literatura, ou sobre alguém ausente, para quem nâo precisasse justificar a hesitaçao em falar de si”. Además, Clara Pereira está continuamente mintiendo, pero también inventando. Cuando se encuentra con una antigua compañera de colegio, Cristina Alcántara, exclama con cierto nerviosismo (precisamente porque se encuentra francamente mal): “Estou muito bem, graças a Deus¡”. Y añade, por si fuera poco, que tiene una hija llamada Bárbara. La antigua compañera de Clara también está bien, ¡cómo no¡, estamos todos bem. En realidad todos los personajes de la novela, que conforman el mundo de Clara, parecen estar perfectamente bien, tienen resortes para acreditar su bienestar y su superioridad. Insisto, no obstante, en que “la superioridad” de la protagonista –la única forma que tiene de encontrarse bien- se basa en su capacidad de reinventarse continuamente: “já a minha superioridade, querida S”, piensa Clara al ver a Cristina Alcántara, “está na capacidade de me reinventar todos os dias”. Esta idea nos conduce directamente a uno de los temas que vertebran la novela: el problema de la identidad. Clara oculta con frecuencia su identidad. A veces se hace pasar por Penélope, el personaje principal de su Livro de Anotaçôes Inúteis, mientras que en otras ocasiones se convierte en Bárbara, personaje ficticio de un serial televisivo. Este continuo juego de identidades (como “máscaras de carnaval” se dice en el texto) es un fiel reflejo del caos en que se ha convertido la vida de Clara, hasta que llega un momento en que confunde la realidad con la ficción. Esta manifiesta complejidad de la novela, con el continuo trasvase entre realidad y ficción, se pone en evidencia claramente con el desdoblamiento de la historia de Clara Pereira en la ficción televisiva que obsesiona a la protagonista, de modo tal que la narración principal se detiene en ocasiones para mostrarnos las ridículas situaciones de una ópera de sabao, un serial televisivo en el que se reproduce –grosso modo- el argumento principal de la novela con un triángulo amoroso lleno de infidelidades. Y si la historia de Clara Pereira tiene un pálido reflejo –deformado- en la ficción, también el Livro de Anotaçôes Inúteis tiene una especie de réplica, simulacro, en el blog que escribe Alfredo Kanitz, Cartas íntimas do senhor K, en donde diserta sobre la perversidad, el sentimiento de culpa y el dolor, sin el cual no parece posible la felicidad. Hay, pues, un desdoblamiento tanto al nivel de la historia principal (acompañado a su vez de un manejo por completo diferente del lenguaje y de los diálogos) como al nivel de la literatura que están construyendo los personajes, a saber, un desdoblamiento de la realidad y de la ficción al mismo tiempo.

En definitiva, sorprende enormemente que, seleccionada para el Prêmio da Jovem Literatura Latino-americana en 2007, ninguna editorial brasileña se haya interesado todavía en la publicación de esta brillante novela. En un precioso pasaje de Estamos todos bem, Vera H. Rossi escribe casi a modo de presentación de la protagonista y de la historia lo siguiente: “Quero me apresentar a vocês com minhas lágrimas, meus sonhos, meus delírios, minhas risadas extranhas, e nâo apenas com meu nome”. Y luego continúa: “Tenho muito mais a oferecer do que simples fórmulas de felicidade”. Efectivamente, la primera novela de Vera Helena Rossi nos ofrece mucho más que sencillas recetas para la felicidad, nos regala un personaje extraordinario, “uma mentirosa, por excelència”, nos presenta una narración arriesgada que se encuentra tal como dice uno de los personajes del relato en “no esplendor de uma revoluçâo permanente da palabra”, nos deleita con una soñadora que se pregunta de forma inquisitiva “por que nunca encontrarei alguém igual a mim?”. Esta imposibilidad de encontrar a alguien semejante se traduce en un estallido de melancolía: “Quem sabe, um dia, paro de sonhar. Porém, enquanto o mar nâo seca, vivo. É este o pacto. Viver até que o mar se seque. Até là, continuo sonhando”. Y nosotros, con Clara Pereira, seguiremos soñando, hasta que el mar se seque.