miércoles, 30 de diciembre de 2009

La línea del horizonte


“Supongo que soy como casi todo el mundo, uno se acostumbra a su rutina y acaba prescindiendo de los demás”. Estas desconsoladas palabras evidencian el sentimiento de culpa que experimenta la protagonista de La línea del horizonte (la primera novela de Isabel Abellán) al haber abandonado a su abuelo -ha ido a parar a una residencia de ancianos-, al olvidar. Por eso, toda la narración está impregnada desde sus primeras páginas por el recuerdo del pasado, por la necesidad imperiosa de la memoria: desde Cartagena hasta Navelgas, desde el puerto de Alicante -al final de la guerra civil- hasta el campo de concentración de Albatera, desde la madre ausente a la nostalgia de la infancia, desde la profesora de literatura que explica la generación del 98 a la familia reunida en torno a la cena. Todos los lugares y personas envuelven a la protagonista, María Lamo, en el recuerdo del pasado. Hay un ansioso deseo de rememorar, de ofrecer testimonio de la verdad, de tal modo que a medida que en la novela se estrecha la relación sentimental entre el anciano Antonio Soto y su nieta nos vamos adentrando lentamente en los acontecimientos que tuvieron lugar antes y después de la guerra civil. El abuelo ejerce, al modo y manera de los antiguos fabulistas, de relator de historias, contando poco a poco, como si dijéramos en sucesivas sesiones, la verdad de lo que ocurrió en aquellos días hasta llegar al objetivo final del relato, a saber, el campo de concentración de Albatera. Y la nieta espera cada día, como si se tratara de una niña, la llegada del momento en que su abuelo seguirá contando la historia. Con cierta ingenuidad, pero con sentido y profundo sentimiento, la narración avanza hacia esa línea del horizonte imaginada por la escritora como esperanza para los derrotados en la guerra civil. Cuando no queda nada más que contar, cuando se han cerrado las heridas al descargar en otra persona las historias del pasado (“el odio es un sentimiento que cansa y la vida es larga para soportar tan dura carga”, afirma con cierto desánimo el viejo contador de historias), se llega al final del relato. Agarrada a las piernas de su abuelo en afectuoso abrazo, la protagonista, María Lamo, expresa el dolor que siente por todos aquellos que cargaron con el recuerdo de la guerra civil.

martes, 15 de diciembre de 2009

W. G. Sebald


“Todo está vinculado entre sí”. Esta frase, a modo de apotegma, me ha acompañado durante mucho tiempo, repitiéndose en mi cerebro, recordándome los misterios que encierran –y sólo en algunas ocasiones desvelamos- la naturaleza y la vida misma. Recuerdo el hallazgo de esta frase en medio de un largo párrafo escrito por W. G. Sebald en un bello opúsculo titulado El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser.

Comparando admirado la enfermedad de Heinrich von Kleist y la locura de Robert Walser, el escritor alemán, desgraciadamente fallecido hace pocos años, escribía lo siguiente: “Desde entonces he aprendido a comprender lentamente cómo, por encima del espacio y de los tiempos, todo está vinculado entre sí, la vida del escritor prusiano Kleist con la de un poeta en prosa suizo que pretende haber sido empleado de una sociedad cervecera en Thun, el eco de un disparo de pistola sobre el Wannsee con vistas a una ventana del psiquiátrico de Herisau, los paseos de Walser con mis propias excursiones, las fechas de nacimiento con las de fallecimiento, la suerte con la desgracia, la historia de la Naturaleza con la de nuestra industria, la de la patria con la del exilio. En todos los caminos me ha acompañado Walser siempre”. Al escribir esa sentenciosa frase, “todo está vinculado entre sí”, Sebald pretendía entrelazar su vida –y su obra- con la de Walser. Por eso, al escribir El paseante solitario, es capaz de encontrar similitudes entre el escritor suizo y su abuelo, Josef Egelhofer, coincidencias en la forma de vestir, en el comportamiento, incluso en la muerte, acaecida el mismo año, 1956; por eso, cuando Sebald habla de la insistencia en el detalle y el gusto por el circunloquio como características fundamentales del lenguaje de Walser (“estos rodeos que hago”, escribe de forma brillante e irónica en El bandido, “tienen el propósito de llenar el tiempo, pues tengo que alcanzar un libro de cierta extensión si no quiero que me desprecien más profundamente de lo que ya me desprecian”), quizá esté mostrando de forma implícita rasgos evidentes de su propio estilo; por eso, cuando nos recuerda que el escritor suizo afirmaba que “escribía siempre la misma novela”, acaso está pensando en sus propias novelas; por eso, cuando compara a Walser con Gogol sosteniendo con firmeza que ambos “perdieron la capacidad de dirigir su atención al centro de los acontecimientos de la novela y se dejaron captar, en cambio, de una forma casi compulsiva, por las criaturas extrañamente irreales que aparecían en la periferia de su campo de visión, sobre cuya vida anterior y ulterior nunca sabemos lo más mínimo”, nos está desvelando aspectos inherentes a sus narraciones; por eso, cuando describe la fatiga creciente que sentía Walser al escribir novelas y relatos hasta el punto de que “habla de una prisión de escritura, un calabozo y una cámara de plomo, y del peligro de perder la razón por el continuo esfuerzo”, en realidad está reproduciendo los mismos problemas que él experimenta con la escritura; por eso, cuando sugiere, siguiendo la voz de Walser, una mayor proximidad a “la llamada literatura enfermiza”, está proclamando básicamente un acercamiento del lector a sus escritos; por eso, finalmente, a pesar del hundimiento anímico que sufre el escritor suizo, cuando defiende la novela póstuma de Walser, El bandido, demostrando que escribe hasta el final con plenas facultades mentales, dando testimonio de “un alto grado de soberanía artística y moral”, está en verdad hablando de un modelo que sirve para sus propios libros. En definitiva, al someterse a la tradición de Gogol y Walser, al defender el gusto por el detalle y el circunloquio, al escribir siempre la misma novela, al centrar su atención en seres extrañamente irreales, al invocar la denominada “literatura enfermiza”, Sebald encuentra, podríamos llamarlo así, un consuelo vital.

Robert Walser falleció en diciembre de 1956 mientras paseaba por la gélida nieva cerca del manicomio de Herisau (Suiza). Era el día de navidad. W. G. Sebald perdió la vida en una fría carretera comarcal de Norwich al colisionar su automóvil con un camión, al parecer después de sufrir un ataque al corazón. Era el día 14 de diciembre de 2001. Robert Walser “fue el más solitario de los escritores solitarios”. Quizá en este punto podríamos encontrar también alguna correspondencia con Sebald. Seguramente, el brillante escritor alemán no pondría reparos.