miércoles, 29 de julio de 2009

Roberto Calasso




En Las bodas de Cadmo y Harmonía (Le nozze di Cadmo e Armonia), Roberto Calasso no cesa de preguntarse, “pero, ¿cómo había empezado todo?”, dónde se inicia la mitología. Esta obsesión por el origen, que recorre por entero el libro de Calasso, expresa la confianza en la perfección del primer paso. Por eso, el erudito italiano se permite afirmar con rotundidad que “cualquier idea de progreso es refutada por la existencia de la Ilíada”. Ahora bien, volvamos a la pregunta: “pero, ¿cómo había empezado todo?”. El origen se encuentra en una discordia fruto del rapto de una doncella o, si se prefiere, del sacrificio de una doncella: los mercaderes fenicios raptan en Argos a la virgen dedicada al culto del toro, Io, mientras que los cretenses arrebatan en Asia a la joven Europa. Golpe por golpe. Así se escribe la historia entre los dos continentes a partir de ese momento. La guerra de Troya se abre con el sacrificio de Ifigenia y se cierra con el sacrificio de Políxena. Es la perfección de un círculo en medio del cual se encuentran los dos héroes, Aquiles y Agamenón. Y es que las cosas divinas, aunque de forma tardía, siempre tienen un obligado cumplimiento, un acabado perfecto. Así lo demuestra la historia de Ión, huérfano guardián del tesoro de Apolo, víctima inocente de los amores de Apolo y Creúsa, convertido finalmente en rey de Atenas gracias a los designios enrevesados de la divinidad. El término griego que expresa ese acabamiento perfecto es telos, la palabra griega por excelencia, que significa “perfección”, “realización”, “muerte”. De ahí se deriva la idea griega que observa la realización completa del hombre con la muerte, lo cual nos conduce directamente a una verdad, cruda, pero real: “la felicidad no existe”. Pero volvamos a Delfos. Otra huérfana, una niña llamada Carila, humillada por el rey -que le lanza una sandalia cuando demandaba comida-, decide colgarse de la rama de un árbol. La carestía azota Delfos mientras la Pitía exige al rey una reconciliación con Carila. Pero nadie sabe quién es Carila. Sólo una sacerdotisa, que recuerda el gesto del monarca, finalmente encuentra a la muchacha suicida. Los teólogos de Delfos deciden repetir la humillación de Carila frente al rey para expiar la culpa. Se fabrica una muñeca con los rasgos de la muchacha y una columna de suplicantes se acerca al monarca en demanda de comida. El rey arroja nuevamente la sandalia, esta vez sobre una muñeca. El simulacro es enterrado junto a la verdadera Carila. Es la repetición de una misma historia, con variantes. La carestía finaliza en Delfos. La vida sigue su curso. El sacrificio de la joven doncella ha salvado la ciudad.
En el origen, pues, se encuentran la hierogamia y el sacrificio, los dos pilares sobre los que se funda la mitología. No es casualidad, por tanto, que R. Calasso haya reflexionado sobre el dilema que plantea el origen de la tragedia, porque aquí encuentra una relación entre sacrificio y nupcias, una unión que avanza hacia la división. Calasso llega a la conclusión de que tanto Eratóstenes como Aristóteles tienen razón. La tragedia es la danza alrededor del macho cabrío, pero es también la danza del macho cabrío, porque Icario y sus amigos bailan vistiendo jirones de la piel del macho cabrío. En la tragedia se manifiesta también una tensión entre asesinato y sacrificio, bien en la coincidencia o bien en la separación de los dos términos. Tanto la hierogamia como el sacrificio se producen en una época de contacto entre dioses y hombres, la época de los héroes, una época marcada por la fascinación que sienten los griegos por el enigma, por un problema que debe ser resuelto para alcanzar un nivel más elevado de perfección. El sentimiento dominante que recorre esta época dorada de los griegos, que se expresa en la literatura de Homero a Eurípedes, es que la vida es “la dulzura de mirar la luz”. Así se expresa Ifigenia antes de morir: “Contemplar la luz es para los mortales la cosa más dulce; lo que está debajo de la tierra es nada”. La imagen de la vida en esta época heroica es la de un proceso único e irrepetible, sin huella de otra cosa, sin reenvío. Aquiles lo ha expresado mejor que nadie y sus palabras permanecen vigentes a lo largo de los siglos: “Bueyes y robustas ovejas pueden robarse; trípodes y caballos de rubias crines pueden comprarse; pero la vida de un hombre nunca vuelve, ni se la puede robar ni comprar, desde el momento en que sale del claustro de sus dientes”. Junto a la alegría interior, el don griego por excelencia es la búsqueda de perfección, que se expresa en un objeto, una trama vegetal: la corona. La triste historia de Ariadna, por ejemplo, se resume en una corona, en un círculo del que no puede escapar y que se expresa en el amor que siente hacia Teseo, una especie de condena expresada en la frase: “Me he acostumbrado a amar para siempre a un hombre” (quizá no sea casualidad que en Atenas se repetía de continuo, durante siglos, la frase “nada sin Teseo”, pues “además de héroe, Teseo es el iniciador del héroe”. Los griegos, por cierto, creían que la mujer era incapaz de philía, la amistad que nace del amor. Sin embargo, la literatura griega nos ofrece un ejemplo impresionante de philía femenina. Sabiendo Admeto que su muerte sólo se aplazaría si alguien le sustituía en el camino hacia la otra vida, buscó infructuosamente entre sus amigos y parientes. Ni siquiera sus padres recogieron el testigo. Sólo su mujer, Alcestis, fue capaz de sacrificarse, testimonio único de philía entre los griegos.


El tiempo de los héroes se enmarca en el denominado reino de Zeus, el de las historias griegas, un reino donde Zeus es el único, es el principio, medio y fin porque ha devorado a los dioses y a las diosas, a los astros, al Océano y los ríos, y a la profunda cavidad subterránea. En su vientre se halla, pues, “todo lo que había sido y todo lo que habría de ser”. Un misterio envuelve la vida de Zeus, un misterio que se encuentra en una estancia cerrada en el Olimpo, vacía, cuadrada, sin ventanas, una estancia sellada e inviolable donde está el rayo de Zeus, una estancia a la que sólo tiene acceso Atenea. El misterio forma parte de la mitología griega, y quien trata, por tanto, de comprender el mito en términos de creencia está errando el camino en la investigación. El mito es un riesgo en el que caemos, es un encantamiento, un canto encantador, epadein. Las figuras del mito están sometidas a una duplicidad, complejidad, fruto de las variaciones que experimenta la misma historia o el mismo héroe (mientras que los personajes de la novela, por ejemplo, están circunscritos, por así decirlo, a una sola vida -y una sola muerte, por tanto-). “Los mitos griegos”, escribe Calasso, “eran historias transmitidas con variantes. El escritor –fuera Píndaro u Ovidio- las recomponía, de manera diferente en cada ocasión, omitiendo o añadiendo. Pero las nuevas variantes debían ser raras y poco visibles”. Así es como se transmite y sigue viviendo el mito en la literatura. Y la historia tampoco es ajena a estas variantes o variaciones. “La utilidad de la historia, y de los historiadores”, escribe Calasso, “consiste en presentarnos y contarnos cosas que pueden revelar su sentido a centenares, millares de años de distancia”. Burckhardt sabía, por ejemplo, que en Tucídides se podían encontrar hechos primordiales que sólo adquirirían pleno significado cientos de años después. Calasso toma la palabra a Burckhardt y menciona la desaparición de los ilotas más ilustres en Lacedemonia -precisamente porque eran los más preparados para dirigir una posible revuelta- tal como la cuenta Tucídides, un hecho que se volverá a repetir en los años de Stalin. Es como si la historia, igual que los mitos, se repitiese con ligeras variantes.

En la época de los héroes, de la mitología y de los orígenes, el concepto de igualdad está relacionado con el de iniciación, justamente allí donde surge, en Esparta. Se manifiesta aquí, nuevamente, la obsesión que Calasso siente por el origen de las cosas. Resulta, pues, que el proceso de iniciación convertía a todos los espartanos en iguales, homoioi. Con el paso del tiempo este concepto de igualdad se ha asentado en la historia y los teóricos de la democracia (que no han entendido nada) le han dado la vuelta a su origen, ya que sitúan la igualdad en el extremo opuesto de la iniciación, como su contrario. Esta idea de iniciación ha sido retomada por Platón, justo en el momento en que se está experimentando un profundo cambio en el status de los héroes y la mitología griega. Roberto Calasso, que duda siempre de las intenciones de Platón -“nunca se puede estar demasiado seguro de los sentimientos de Platón”, asevera Calasso, capaz de exaltar el orden espartano y al mismo tiempo criticar la preponderancia de la gimnástica frente a la música y la filosofía en Lacedemonia-, piensa que, aunque la República puede pasar por un libro sobre el Estado perfecto, en realidad es un tratado de iniciación de los futuros guardianes de la república, acaso un tratado para iniciados. En la República, los denominados guardianes, phylakes, sufren el mismo proceso de selección que los eforos, ephoroi, en Esparta (etimológicamente tanto unos como otros son observadores desde arriba). En época platónica, no cabe duda, asistimos a un proceso en el que la verdad se ha convertido en el recuerdo de otros tiempos. En eso precisamente se fundamenta la teoría platónica del conocimiento: “no existe la novedad, sino el recuerdo. Lo nuevo es lo que tenemos de más antiguo”.
La época de los héroes cubre un breve espacio de tiempo en el que confluyen hechos extraordinarios: la caída de Creta, Micenas y Troya. Después se produce la aparición de Atenas. Los héroes dieron lugar a acontecimientos significativos y luego desaparecieron de la faz de la tierra. Hacia el final de esa época, el tiempo se acelera pero se dilata la atención sobre los acontecimientos, que serán contados minuciosamente, manteniéndose su recuerdo en la literatura, básicamente de Homero a Eurípides. Hacia el final de esa época también, Cadmo esparce el alfabeto fenicio por la tierra griega. Los dioses se separan definitivamente de los hombres. Nace la historia. A partir de ese momento sólo queda el recuerdo.

martes, 7 de julio de 2009

Lev Tolstoi


Existe una terrible verdad que todos los escritores conocen -pero casi ninguno proclama-: se escribe buscando la gloria. Así lo testimonia Tolstoi en Confesión cuando reconoce que comenzó a escribir por vanidad, codicia y orgullo. Ahora bien, una vida que busca el bien y el perfeccionamiento no puede ceñirse a esta visión limitada y superflua. Debe ampliar sus horizontes. Por eso, una vez se adentra en el círculo de los escritores y empieza a profesar la fe, la religión de los poetas y artistas, a saber, la creencia en la importancia y el valor intrínsecos de la poesía, Tolstoi siente impotencia, asfixia y desazón porque descubre que en ese ámbito no es necesario plantearse cuestiones fundamentales tales cómo “¿qué sé yo y que puedo enseñar a los otros?”, ya que se le supone al poeta una capacidad –errónea- para enseñar inconscientemente, de tal modo que puede ocurrir, como dice Tolstoi, que puede estar escribiendo e instruyendo a los demás sin saber qué es lo que está enseñando. Ésa es la razón por la que el escritor ruso decide seguir indagando, más allá de la escritura, para descubrir finalmente que la fe en el progreso es tan sólo una superstición que tampoco ayuda a comprender el sentido de la vida, más aún cuando Tolstoi asiste impotente a la muerte de su hermano –un hombre joven, inteligente, bondadoso-, afectado por una lenta y terrible agonía, sin encontrar respuestas. “Sufrió mas de un año”, dice Tolstoi, “y murió en medio de tormentos sin comprender por qué había vivido y, menos aún, por qué moría”. Entonces llega el momento de la perplejidad, de las preguntas sin respuesta. La vida se detiene y la idea de suicidio empieza a pulular por la cabeza. “Sólo se puede vivir”, escribe Tolstoi, “mientras dura la embriaguez de la vida, pero cuando uno se quita la borrachera es imposible no ver que todo es un engaño, ¡un engaño estúpido¡”. La única verdad es la muerte, el resto es mentira. Tolstoi constata esta verdad en los grandes pensadores: Sócrates, Schopenhauer, Salomón y Buda. “No podía encontrar placer en la vida”, escribe Tolstoi, “sabiendo que existían la vejez, el sufrimiento y la muerte”. Pese a todo, estos argumentos filosóficos tampoco convencen al escritor. Algo no encaja. Un sentimiento muy fuerte le impulsa hacia la vida, algo que Tolstoi denomina “conciencia de la vida” y que descubre en la gente sencilla, analfabeta y pobre. Es el momento del descubrimiento de la fe. En este punto, el escritor sabe que se encuentra en un callejón sin salida porque comprende que la razón supone la negación de la vida mientras que la fe supone la negación de la razón. Pero a Tolstoi no le queda más remedio que indagar por este último camino, todavía no investigado. Si la fe es la fuerza de la vida, Tolstoi observa y comparte la vida de los campesinos porque no se cuestionan su fe. Este sentimiento impulsa en el escritor la búsqueda de Dios, una vuelta a los orígenes, la idea de que el principal y único objetivo en la vida es tratar de ser mejor. Pero el sometimiento a la fe lleva en última instancia a un destino, quizá no deseado por Tolstoi, que obliga al cumplimiento de los rituales de la Iglesia. El punto final de esta singladura religiosa –en la que tienen cabida la teología, la investigación de las escrituras y la tradición- es la renuncia a la ortodoxia: “Presté atención a lo que se hacía en nombre de la religión”, escribe Tolstoi, “y, horrorizado, renuncié casi por completo a la ortodoxia”. La imposibilidad de estar contento y en paz –sólo en sueños y por un breve período de tiempo- confirma otra terrible verdad, y con esto acabo, que la vida se presenta como una búsqueda infructuosa de algo intangible que nunca alcanzamos, por lo que debemos conformarnos con creer, como hace Tolstoi, que la verdad reside en la unión en el amor.

jueves, 2 de julio de 2009

Beatriz Cenci


Beatriz Cenci, una historia romana
es una extraordinaria obra teatral que narra una acción transcurrida en el S.XVI, pero que muy bien pudiera estar ocurriendo en estos momentos, en cualquier ciudad cercana.
Roma. Año 1598. Un terrible suceso tiene lugar. Una joven de dieciséis años, humillada y golpeada por su propio padre, secuestrada por espacio de dos años en el palacio Savella, atormentada por los celos de su progenitor y perdida su virginidad de la forma más horrible que pueda imaginarse, decide maquinar una conspiración para acabar con la vida de su padre. Dos pobres diablos cumplen ciegamente las órdenes de la joven cometiendo un horrendo crimen. Pero una historia antigua transmitida de generación en generación anuncia el dramático final de la joven romana. Pese a conocer el trágico desenlace que anuncia la leyenda, la muchacha decide enfrentarse a su destino. Los personajes tienen resonancias históricas y terribles: Francisco Cenci, padre de Beatriz y dueño del palacio Savella en Roma y del palacio-fortaleza Petrella en Nápoles; Clemente VIII, Pontífice de¡ Roma; y Ferrante Taverna, gobernador de Roma. Entre ellos brilla la joven Beatriz, heroína que merece ser recordada por los Tiempos.

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8 euros- 68 páginas
ISBN: 978-84-96959-29-3


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miércoles, 1 de julio de 2009

Microantología del Microrrelato


Esta Microantología del Microrrelato sería la mejor publicada en el mundo hasta el momento si no fuera porque no se trata sólo de microrrelatos, sino que el editor, con la intención perversa de que el lector tenga lectura suficiente para ir desde la estación de Atocha a la de Recoletos, desde Paseo de Gracia a la Plaza de Cataluña, de San Sebastián a Anoeta, o de Alzira a Catarroja, ha incluido algunos relatos breves atendiendo a su calidad y brillantez.
Así, el lector encontrará en este libro extraordinarios microrrelatos de Joaquín Leguina, Slawomir Mrozek, Franz Kafka, Juan Antonio Bueno Álvarez, Jules Renard, Émile Zola, Javi J. Palo, Saki, Ambrose Bierce, Tomás Pérez Sánchez, Anton Chejov, Pedro Amorós y José Manuel Fernández Argüelles. Al mismo tiempo, hallará impresionantes relatos breves de Víctor Hugo, Andrés Fornells, Francisco Legaz, Anatole France, Alberto Castellón, Manuel Villa-Mabela, Guillaume Apollinaire, Rafael Domínguez Molinos, Sasi Alami, Raúl Hernández Garrido, Marcel Schow, Aurelia Mª Romero Coloma, Álvaro Díaz Escobedo, Jean Lorraine, César Strawberry, Alphonse Daudet, Santiago García Tirado, Marcel Proust y Miguel Ángel de Rus. Abriendo el libro con un microprólogo de Alicia Arés.


Nos encontramos ante una selección de la mejor literatura breve creada desde comienzos del S.XIX hasta nuestros días, que tiene como nexo de unión una mirada crítica, ácida en ocasiones, que pasa por la ironía llegando incluso al sarcasmo. Y siempre de un modo rápido y brillante.
Es el libro ideal para esos breves momentos de paz que nos depara la vida.

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10 euros - 112 páginas
ISBN: 978-84-96959-39-2


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Bajo el arco en ruina


Bajo el arco en ruina es una novela estructurada en tres relatos o capítulos independientes en donde diversos personajes que aparecen en las tres narraciones dan coherencia y unidad al conjunto de la historia. En el primero de los relatos, titulado Nemuel y Selina, una especie de halo mágico, azar o destino, llamémoslo como queramos, une y separa continuamente, a lo largo de los años y en diferentes ciudades, a los dos personajes principales de la narración. En el segundo de los relatos, titulado Rumor, el historiador César Cerezo llega a Toledo con la intención de escribir la historia de un asesinato: Adra Caballero, una joven de buena familia, humillada, golpeada y mancillada, se ha servido de dos criados para acabar con la vida de su padre, Andrés Caballero. Luego, la joven es ajusticiada. César Cerezo investiga los pormenores de este asesinato y, al mismo tiempo, descubre en el campo toledano una tumba muy particular que le llama la atención y en cuya lápida sólo se lee un nombre: Selina. A partir de aquí, una historia da pie a investigar otra historia. En el tercero de los relatos, Manía, el editor Amadeo Arce es un hombre sin memoria que padece neurastenia crónica desde que sufrió un ataque al corazón años atrás. Un buen día, en el nuevo local que ha alquilado para su editorial, encuentra una caja con unos papeles amarillentos que cuentan retazos de la vida de César Cerezo. La lectura de estos papeles conduce a Amadeo Arce a la recuperación de su identidad al tiempo que le induce a indagar en la historia de otros personajes, todos ellos relacionados: Nemuel, Selina, César Cerezo.

131 páginas
ISBN: 978-84-89268-33-3