domingo, 27 de junio de 2010

William Shakespeare

La singular edición de los Sonetos de amor de Shakespeare (The Sonnets, publicados en 1609) preparada por Agustín García Calvo a principios de los años setenta me ha llevado azacaneado arriba y abajo durante más tiempo del que yo había imaginado en un principio y me ha acompañado, del mismo modo que al egregio traductor y escritor, “a lo largo de sucesivos ratos de tristeza”. La impresión que deja la lectura de estos sonetos es que, más allá de la historia de los personajes (acaso dos hombres y una mujer) implícita en los versos y más allá de las diferentes formas de amor o de amar representados en el texto, lo que verdaderamente emociona es el lenguaje, el poder de la palabra que hace frente al paso del tiempo y a la muerte.
En estos Sonetos de amor, la palabra es la memoria que conserva y recoge la dulzura y la hermosura del amor, es un milagro que permite brillar al amor en tinta negra (that in black ink my love may still shine bright, soneto LXV). Los versos brotan de la memoria, de esos receptáculos donde se inscriben los recuerdos, a saber, el cerebro y el corazón (brain and heart), y cantan la eternidad del amor expresada en su atemporalidad (Love alters not with his brief hours and weeks, soneto CXVI). Reñido con el tiempo, el amor logra menoscabar la brevedad de nuestros días, los límites de nuestra vida. La décima musa, inspiración del poeta, es el amado o la amada, el dulce argumento del que manan los versos, la luz de la invención, y siempre parecen repetirse unas mismas palabras atemporales, del mismo modo que el sol es cada día viejo y nuevo al mismo tiempo (For as the sun is daily new and old, soneto LXXVI). El poeta, por ejemplo, repite con asiduidad que el mundo -el universo entero- se reduce a la presencia del amante (you are my all the world, soneto CXII) y recuerda esa hermosa alabanza que se dirige a la persona amada, “tú eres sólo tú” (you alone are you, soneto LXXXXIV). Pero, en ocasiones, el bardo desfallece ante la imposibilidad de describir la belleza de la amada, ahoga en palabras la incapacidad para encontrar la agudeza, la invención necesaria mediante la pluma.
La distancia que separa a los amantes es siempre fuente de melancolía. “Me mata el pensamiento de saber que no soy pensamiento” (thought kills me that I am not thought, soneto XLIV), escribe el poeta, pues si las carnes fuesen en realidad pensamiento podrían atravesar los mares y los cielos para compartir el momento con el amado. El tiempo y la época del año no importan en absoluto, cualquier estación se torna fría con la ausencia del amante, e incluso los pájaros enmudecen (and, thou away, the very birds are mute, soneto XCII). La distancia provoca también los celos porque el amante puede despertar lejos, cerca de otros, y los celos provocan la angustia, la posibilidad de la infidelidad, expresada con este certero verso: “tus miradas conmigo, tu corazón en otro lugar” (thy looks with me, thy heart in other place”, soneto XCIII). Y cuando el desengaño llega, el pecho (bosom) es el lugar de reposo, “la tumba donde vive el amor sepultado” (the grave where buried love doth live, soneto XXXI), espacio de llantos y desdicha. En medio de la desesperación, el poeta busca la piedad en los ojos enlutados del amante, llenos de duelo y lamentación, aunque sabe que el amor es su pecado (love is my sin, soneto CXLII), aunque sabe que pueden llegar los reproches de los otros. Pero el amante despechado es como un ciego (I am blind, soneto CXLIX) que se lamenta profundamente de su desgracia. ¡Cuántas veces nuestros ojos, arrasados en lágrimas, han estado cegados por el amor¡ Aun despechado, el poeta se muestra incapaz de odiar. Es más, el dolor por la pérdida se subsana recurriendo a metáforas. Todos los hombres yerran, de igual forma que las rosas tienen espinas o la luna se eclipsa. Y tras el desengaño llega de nuevo la espera. Nada emociona más que compartir con el bardo la idea de que la vida es como una espera. Bien es verdad que, anhelando la llegada del amor a cada momento, la vida puede llegar a convertirse en un infierno (I am to wait, though waiting so be hell, soneto LVIII).
Cuando la muerte acecha, el bardo sabe que su única herencia son los versos (I’ll live in this poor rhyme, soneto CVII), esas pobres líneas por las que será recordado. Es, precisamente, cuando se acerca la muerte, en la vejez, cuando el amor se hace más fuerte pues se contempla como las hojas en otoño, como la luz del poniente, como las cenizas de un fuego que se apaga. Y a veces nos asalta un instante de plenitud, la hora del dulce amor recordado, que es “como alondra que al romper el día, de la oscura tierra se alza y canta himnos a las puertas del cielo” (like to the lark at break of day, arising from sullen earth, sings hymns at heaven’s gate, soneto XXIX). En los momentos de desgracia con la fortuna y con el mundo, en los momentos de tristeza y soledad, los sonetos de Shakespeare son una tabla de salvación y elevan nuestro ánimo y condición hasta el punto de que en determinadas ocasiones uno puede llegar a sentirse como una alondra cantando a las puertas del cielo.