viernes, 30 de julio de 2010

Autobiográfica


El desaliento que aqueja muchas veces –más de las deseadas- a los jóvenes –y a veces no tan jóvenes- escritores ante la imposibilidad de publicar un libro se traduce, en ocasiones, en un abandono definitivo de la escritura (o, en el mejor de los casos, en un desprecio del texto escrito, que queda arrinconado en algún cajón). Sin embargo, hay veces en que el azar resulta favorable cuando uno menos lo espera, cuando los años han pasado y la vida transcurre plácidamente hacia su desembocadura. En el otoño de 1997, al mismo tiempo que redactaba con mi hermano un guión para largometraje -La vida eterna-, escribía -sin ninguna prisa y sin objetivo concreto a la vista- una obra de teatro que en principio había titulado Beatriz Cenci. Para entonces, el trabajo como profesor de historia ya no me satisfacía plenamente. Necesitaba ampliar horizontes. Por aquella época llevaba varios años escribiendo, publicando artículos de historia en revistas especializadas y preparando guiones de cortometraje. Beatriz Cenci era, por tanto, mi primera obra de ficción puramente literaria (anterior a mi novela Bajo el arco en ruina). El origen de la historia se encontraba en las Crónicas italianas de Stendhal, un conjunto de relatos entre los que estaba Vanina Vanini, Victoria Accoramboni y, sobre todo, Los Cenci. Recuerdo que me había impactado el tema principal de este relato, que estaba basado en hechos históricos según contaba Stendhal. Lo que yo no sabía en ese momento es que la historia de los Cenci había fascinado a los románticos y que varios escritores (Dumas, Shelley), más o menos sobre la misma época, habían escrito sobre este tema. Aburrido de la vida académica, pensé que la figura de Beatriz Cenci podía dar pie a una tragedia al estilo antiguo, porque, efectivamente, tenía un aire trágico, un cierto halo de misterio que entroncaba con los héroes antiguos. Daba la impresión de que la muchacha no pudiera haber hecho otra cosa que acabar con la vida de su padre, como si el destino la hubiese empujado a hacer eso, como si estuviese haciendo, además, lo correcto.
Debo decir que por aquel entonces yo andaba leyendo las tragedias de Sófocles. Creo, sin duda, que mi fuente de inspiración fundamental para el personaje de Beatriz Cenci es la Antígona de Sófocles. Esta heroína de la antigüedad (sobre la cual había una referencia directa en la primera versión de la obra de teatro, referencia que luego desapareció) había desafiado las leyes humanas, las leyes de la ciudad para enterrar a su hermano, y lo había hecho tomando una decisión personal, sometiéndose a la tradición, a las leyes divinas, y enfrentándose al representante del orden establecido, Creonte, rey de Tebas. Daba la casualidad, además, de que también por aquel entonces había leído la obra de teatro de T. S. Eliot, Asesinato en la catedral, un texto de 1934 en el que el poeta inglés contaba un hecho histórico acaecido en 1170, el asesinato del arzobispo de Canterbury, Tomás Becket, por secuaces del rey. Otra vez me venía a las manos la historia de un individuo que no se sometía a la autoridad establecida, desafiando al rey de Inglaterra para cumplir su destino.
La idea, pues, que surgió en aquel momento, en el otoño de 1997, fue escribir una obra de teatro como si se tratase de una tragedia antigua. De hecho, en la primera versión de Beatriz Cenci había coros y cantos, igual que en la obras de Sófocles, igual que en el libro de Eliot. El coro se convirtió, lógicamente, en uno de los personajes de la obra y hacía avanzar la narración del mismo modo que en las tragedias antiguas, resumiendo, anticipando acontecimientos. Existía también un representante individual del coro, el corifeo, que intervenía directamente en los diálogos y en la acción. Pasé esta primera versión de Beatriz Cenci al prof. Molina, de la facultad de Letras de la universidad de Murcia, para que la leyera, resultando que la obra le entusiasmó, quizá influido por la amistad o la afinidad y cercanía del texto al teatro antiguo. Eso me animó a enviar el manuscrito a varias editoriales, no especializadas en teatro, que respondieron negativamente ante la posibilidad de editar la obra. También presenté sin ninguna fortuna el texto a los “Premios Villa de Madrid”, concretamente al “Premio Lope de Vega”. Y Beatriz Cenci se quedó escondida en un cajón durante varios años. Luego siguieron más artículos de historia, y guiones de largometraje escritos siempre en colaboración con mi hermano. Y finalmente llegó mi primera novela, Bajo el arco en ruina, en 2007. Cuento todo esto para constatar las vueltas que puede dar un texto, los vericuetos y giros antes de ser publicado, y la forma definitiva como sale a la luz. La cuestión es que, intuyendo -equivocadamente gracias a Dios- que la obra de teatro jamás iba a ser editada, pensé que podía emplear algunos elementos de la historia de Beatriz Cenci para uno de los tres relatos que configuraban mi primera novela, Bajo el arco en ruina. La primera revisión de la obra de teatro coincide, pues, con esta época. Saqué a Beatriz Cenci del cajón para releer el texto a propósito de la novela que estaba escribiendo y aproveché la ocasión para hacer algunos retoques. Debo especificar, en todo caso, que la estructura del libro en actos y escenas en esencia no ha sufrido ninguna modificación desde la primera versión en 1997. El cambio sustancial de la obra afectaba a los coros y al corifeo, que desaparecían. También suprimía los cantos. Ahora bien, mantenía frases del corifeo y algunos versos o cantos del coro. Y creaba un personaje nuevo, el narrador, que introducía cada acto y anticipaba o resumía acontecimientos de la obra. Para el texto del narrador empleaba también algunas frases de los coros suprimidos. La idea de esta nueva versión era modernizar la obra, eliminando los rasgos que más pudieran emparentarla con una tragedia antigua.

Esta segunda versión, posterior a la novela, es la que presento, nuevamente sin ninguna fortuna, al “Premio el Espectáculo Teatral”. Después de este nuevo fracaso decido hacer un último esfuerzo antes de enviar Beatriz Cenci a las llamas. Realizo una segunda revisión del texto, eliminando algunas frases que pudieran resultar superfluas o innecesarias y cambiando el título de la obra, que pasa a denominarse Una historia romana. En cualquier caso, las modificaciones son muy leves. A principios del año 2009, la tercera versión de la obra de teatro va a parar a manos de dos editoriales, publicándose definitivamente en Irreverentes, con el título de Beatriz Cenci, una historia romana por sugerencia del editor Miguel Ángel de Rus. Fue precisamente en este momento, justo antes de dar el visto bueno Ediciones Irreverentes, cuando una nueva sorpresa me asaltaba al enterarme gracias a Eva Sastre que Alberto Moravia había publicado ya una obra de teatro titulada Beatriz Cenci. Totalmente compungido, me debatía entre la sorpresa y la rabia, y las palabras de Eva Sastre, editora de Hiru Argitaletxea, no dejaban ningún resquicio a la esperanza: “Sentimos comunicarle que no acometeremos el proyecto de editar su obra. Como tema histórico, creemos que no rebasa el interés que tuvo en su día la pieza homónima de Alberto Moravia, pero además tenemos problemas de producción. Mil gracias por su atención enviándonos la suya”. La palabra “homónima” se repetía insistentemente en mi cabeza provocándome una sensación de abatimiento total. Sin embargo, pasado el trance inicial, decidí adquirir rápidamente un ejemplar de la obra de Moravia. Fue así como cayó en mis manos una edición en castellano de Beatriz Cenci, publicada por Ediciones Losange en Buenos Aires, en el año 1957. La lectura de Moravia me reconfortaba al comprender que su Beatriz no tenía nada que ver con mi Beatriz. Desde el primer momento se advierte que la Beatriz de Moravia sólo pretende vivir la vida como una fiesta, una danza, una melodía, porque en el fondo desea imitar los fastos y la vida muelle de su padre. “Quiero tener un palacio, carruajes, caballos, criados; quiero hermosos recintos, con las paredes y el techo pintados al fresco, donde permanecer en invierno con la familia, y hermosos jardines donde pasear en los días cálidos. Y quiero dar fiestas, bailes, y hacer todo de acuerdo con mi condición, y quiero que mis fiestas se cuenten entre las más brillantes de Roma…”. Beatriz Cenci quiere ser una gran dama. Da la impresión de que Moravia quiere reproducir en Beatriz los defectos de su padre y que toda la obra es una especie de juego violento –a modo de dialéctica- que se establece entre padre e hija. Los dos comparten el mismo carácter y, a pesar de que viven en el exceso –o lo anhelan, como es el caso de Beatriz-, están dominados por el tedio, la incapacidad de vivir, la falta de voluntad. No quieren nada concreto. La tragedia se manifiesta al presentarse estos rasgos como una herencia familiar, “una herencia antigua que los Cenci se transmiten con la sangre pobre y cansada de padre a hijo, desde hace muchos cientos de años”. El resto de actores de este drama no escapa a la red que tejen los dos personajes principales, de tal modo que al final de la obra parece que nadie está libre de culpa. Y, aunque Moravia se esmere en individualizar los rasgos de sus criaturas (Olimpio, por ejemplo, es “agradable y razonable”, Francisco es “avaro, violento, asesino”... y así sucesivamente, repitiéndose en varias ocasiones las descripciones), es como si todos los personajes tuviesen el mismo perfil y estuviesen jugando al mismo juego. Moravia, además, plantea un tema central en la tradición literaria italiana, a saber, la pérdida de la inocencia. No en vano la obra se cierra precisamente profundizando en esta cuestión. Beatriz no desea una “nueva vida” con Olimpio, el mayordomo del castillo, el amante que le ha ayudado a cometer el parricidio. “Yo he querido vengar mi inocencia”, exclama la joven, que vive con la esperanza de recuperar la inocencia viviendo en un convento. El final de Beatriz Cenci apunta un tema que podría haber dado aliento trágico a la historia, pero que no está desarrollado pues se sugiere en las líneas finales: “Este recinto ha visto cosas que hacen palidecer el reino de Micenas. Ahora sólo podemos abandonarlo, lugar de ahora en adelante sagrado a la justicia divina, misteriosa e inescrutable, que ha decretado la ruina y la destrucción de los Cenci”.
A fin de cuentas, la historia de Beatriz Cenci, que ha sido fuente de inspiración para numerosos escritores, tiene como hecho esencial -acaecido en Roma, en 1598- el asesinato de Francisco Cenci, el cabeza de familia de una de las estirpes nobiliarias más importantes de Roma. Según parece este individuo era una especie de degenerado, un Don Juan que disfrutaba humillando a sus hijos, abusando de sus hijas y de todas las mujeres que salían a su paso. Desafiaba continuamente la autoridad del Papa y hacía lo que se le antojaba tanto en Roma, donde tenía un palacio, como en Nápoles, donde era dueño de una fortaleza. Era intocable, nadie se atrevía con él, ni siquiera el Pontífice. Y aquí es donde entra la figura de Beatriz, una joven de dieciséis años que toma la decisión de acabar con la vida de su padre. En mi obra de teatro, Beatriz Cenci, una historia romana, nadie la acompaña en el proyecto, excepto dos criados. Su hermano y su madrastra permanecen al margen. Es, por tanto, una decisión que acentúa la soledad del personaje. Beatriz, además, lleva a cabo el proyecto a pesar de que sabe que existe un rumor, una historia que se ha transmitido de generación en generación según la cual una joven de la familia cometerá parricidio y luego sufrirá tormentos y la muerte. Beatriz actúa sola contra el destino.
El final de mi relación con el personaje de Beatriz Cenci parece que no se vislumbra. No hace mucho recibí una llamada telefónica del prof. Molina avisándome de que en el Museo de Bellas Artes de Murcia había un cuadro en donde aparecía Beatriz Cenci. Asombrado de la forma en que el azar mueve sus hilos, hace pocos días, concretamente el 20 de julio, me acerqué al mencionado museo y subí a la segunda planta ansioso por ver qué me deparaba el destino. En el centro de una de las salas rápidamente mi mirada se deslizó hacia una figura que me resultaba conocida. Allí estaba ella, en un cuadro de Germán Hernández Amores, un pintor murciano del siglo XIX. El óleo sobre lienzo es de 1860, se titula Beatrice Cenci y mide sesenta y uno por cuarenta y nueve centímetros. Es una copia de un original de Guido Reni. La muchacha porta un turbante blanco, tiene el pelo largo, los ojos castaños, la mirada perdida, inocente, la cabeza inclinada. Resulta sorprendente pensar que un pintor de Murcia que estudió en Roma viese el cuadro de Reni seguramente en el Palacio Farnesio y se obsesionase hasta tal punto que decidió duplicar la imagen. Mientras contemplo el lienzo de Hernández Amores vuelvo al relato de Stendhal, origen de toda esta historia, y vuelvo a aquellos años en que, inocentemente, escribía la obra de teatro. Los caminos de la literatura –y de la vida- son ciertamente inescrutables.