domingo, 28 de noviembre de 2010

Perlas del pensamiento misógino


El escritor y editor Miguel Ángel de Rus ha preparado en su nuevo libro, Perlas del pensamiento misógino (Irreverentes, 2009), una selección de textos y citas relacionados con la misoginia -y la lógica femenina, diría yo-, un vocabulario ciertamente ingenioso y divertido que viene precedido por un estimulante opúsculo a modo de ensayo en donde esboza -ésa es la palabra justa- una breve historia de la misoginia. El resultado es un libro mordaz, provocativo e inteligente.
Desenfocada la cuestión de la misoginia, De Rus aboga por colocar “el debate en su punto justo” para tratar de comprender el tema de forma adecuada. La supuesta misoginia, viene a decirnos De Rus, puede deberse en ocasiones a una interpretación desafortunada –o intencionadamente desafortunada- de un texto determinado, “un fondo efectivamente misógino, frases o ideas utilizadas con fines humorísticos, ideas innegables salvo desde una postura femenina beligerante, frases o ideas que surgen como parte necesaria de un personaje o de una trama, o ideas que son las modas de opinión en el tiempo en que el autor escribe y que imperan sobre las conciencias”. En nuestra época se ha impuesto una autocensura que influye, por supuesto, en todo lo que se dice sobre las mujeres. Se ha de hilar bien fino a la hora de escribir pues existe el riesgo de molestar a ciertos grupos sociales y ser considerado, por tanto, misógino, homófobo, xenófobo, comunista, o apelativos por el estilo.
Siendo fiel a su espíritu laico e ilustrado, De Rus encuentra sobradas manifestaciones de misoginia en la actitud de la Iglesia católica a lo largo de los siglos. Es en este punto donde se vislumbra la parte más polémica del ensayo porque el autor llega a disculpar –o al menos hacer comprensible- la actitud misógina –cuando se diera el caso- de los escritores de siglos pasados al estar influidos por la Iglesia católica, al estar bajo su órbita, lo que le permite llegar a la siguiente conclusión: “Tanto el odio a la mujer de siglos pasados como el uso de la mujer en el presente (disfrazado de igualdad) fueron y son defendidos por la mayoría de escritores sin comprender que sus ideas no son sino reflejo de lo que se les ha impuesto por medio de la educación y la comunicación”. Quizá sea llevar la tesis demasiado lejos, pero por otra parte no es menos cierto la influencia ejercida por la Iglesia –o la censura- en las mentalidades, por lo menos de ciertos escritores. Por lo demás, aquí radica uno de los atractivos del libro, en su carácter polémico e irreverente, porque más allá de explorar la misoginia, como casi en todos sus libros –da igual novelas que ensayos-, De Rus va perfilando, desgranando levemente otros temas, a saber, la lucha de sexos como sucedáneo de la lucha de clases, la supuesta –y falsa- igualdad de las mujeres, la estupidez de los políticos, el empleo del sexo y del consumo como consuelo a la soledad, y, sobre todo, las desigualdades económicas fruto de “una sociedad muy enferma y muy inculta”. Y con ello, finalmente, llegamos al punto culminante del razonamiento, a la cuestión que De Rus pretende poner de relieve. El autor habla del desarrollo en la actualidad de una misoginia al revés –en dirección contraria-, donde el hombre, no cumpliendo las expectativas de la mujer, “sólo se puede salvar desde la benevolencia femenina”, y augura –como un reflejo de la sociedad actual- el posible surgimiento de nuevas formas de expresión de misoginia en los libros, porque hoy en día, aunque políticamente la mujer sea más fuerte que nunca, “en lo personal ha dejado de ser el centro del mundo, de la vida”. La nueva forma de misoginia de la que habla De Rus se nos antoja, pues, una manifestación -junto a otras ya mencionadas en este breve y sugerente ensayo- de la enfermedad e incultura de nuestro tiempo.

martes, 16 de noviembre de 2010

Jacqueline de Romilly


El tesoro de los saberes olvidados (Barcelona, Península, 1999) se inicia con una frase emotiva y sincera de la autora: “Hará pronto un año que perdí casi por completo la vista”. El libro, quizá sea necesario recordarlo, se cierra también con una referencia a la ceguera, lo cual indica posiblemente que Jacqueline de Romilly ha experimentado la necesidad de contar cómo esta experiencia ha afectado a su vida y a su capacidad intelectual. Sabedora de que estamos inmersos en un mundo con muchas crisis, que afectan a la política, a la sociedad, a la moral y a la enseñanza, De Romilly ha indagado en un terreno resbaladizo -a medio camino entre la memoria y el olvido, entre el saber y la ignorancia-, ha explorado los valores de la enseñanza y el conocimiento, y su influencia en la formación intelectual, afectiva y moral, a pesar de que muchas veces esa formación se adquiera sin alegría y dando la impresión –errónea- de que se olvida todo. El resultado es un libro sobre el enriquecimiento de espíritu que lleva aparejado la cultura, precisamente eso que queda cuando se ha olvidado todo, esos vestigios del saber que a menudo vuelven a nuestra conciencia a modo de revelación, esas imágenes que “permanecen como boyas en la superficie de nuestro mar interior” esperando el momento de aflorar a la superficie. Por eso, Jacqueline de Romilly considera tan importante el cuidado y entrenamiento de la memoria, porque precisamente los recuerdos conservados sirven de acicate para activar ese tesoro de saberes acumulados y olvidados, que, a su vez, ponen en marcha el conocimiento y despiertan emociones –reacciones afectivas o morales-. “El conocimiento”, escribe De Romilly, “deja siempre una huella, una marca; e incluso sin volver a la conciencia, constituye un punto de orientación y una referencia que nos ayudan a pensar y vivir”.
En El tesoro de los saberes olvidados, el cuadro de experiencias que nos ofrece Jacqueline de Romilly es emotivo e inolvidable: repite con asiduidad que media un abismo entre la ignorancia absoluta y el recuerdo olvidado, por lo que conviene aguardar la llegada de ese momento en que la memoria actúa devolviéndonos una realidad pasada; describe la emoción que se siente cuando los recuerdos regresan porque se experimenta “la emoción del tiempo recuperado”; escoge, no por casualidad, el ejemplo del escritor -esforzado en sacar a la luz sus recuerdos y sus experiencias, plasmados luego por escrito- para explicar la forma en que vuelven los saberes aparentemente olvidados; relaciona, como no podía ser de otro modo, la rememoración con la palabra griega anamnesis y con el vocabulario platónico; explica cómo ese tesoro de saberes olvidados contribuye a forjar en el individuo la libertad de espíritu y fomentar la capacidad crítica, necesarios para combatir las trampas ideológicas y las falsas promesas de las sectas; e insiste en que “hay que aprender el mayor número de cosas posible en clase”, pues se trata de puntos de orientación que van a servir para fundamentar nuestro juicio.
El tesoro de los saberes olvidados desemboca lentamente en el terreno que le es más querido a Jacqueline de Romilly, a saber, la literatura, el terreno en el que se forja principalmente el espíritu y se ensancha la cultura. Siendo nuestra percepción del mundo completamente superficial e indiferente, “los escritores nos enseñan a ver”, recuerda De Romilly. “Sencillamente a ver las cosas, a ver el mundo”. Por eso insiste tanto en la lectura atenta –y lenta- de los textos clásicos. Jacqueline de Romilly cree en la gran tradición, en la huella de prudencia y sabiduría que han dejado en todas las culturas y en todas las épocas determinados sabios, y enaltece -con la misma fe- la generosa firmeza del valor, la gracia intachable de la pureza moral. Estos valores y virtudes, arraigados en la literatura clásica, han ido cambiando progresivamente, siendo socavados por una nueva visión que ha ido imponiéndose a partir del siglo XVIII y que desagrada en cierta forma a la anciana historiadora –sobre todo cuando se emplea la palabra “corrosivo” para definir un buen libro-. Desde esta perspectiva, quizá un tanto moralista, pero no por ello menos sugerente, De Romilly se queja amargamente: “Y mientras las literaturas antiguas o clásicas celebraban de buena gana la belleza de la vida humana, los nobles sentimientos y la placidez de la existencia, la literatura de nuestro tiempo expresa casi siempre una sombría amargura”. La conclusión, bien evidente, es la defensa de la literatura clásica frente a la moderna –denominada con cierta sorna “literatura del rechazo”- en el proceso de formación de los jóvenes. La historiadora apela, finalmente, a una larga tradición que procede -¡cómo no¡- de los griegos y exalta el sacrificio y la entrega a la comunidad, porque el objetivo último es buscar modelos en la enseñanza literaria que permitan convertir a los jóvenes en hombres de bien. Jacqueline de Romilly, sin duda alguna, ha encontrado esos modelos en la literatura clásica –sobre todo griega-, y a pesar de –y desde- la ceguera que le acompaña en los últimos años de su vida ha llegado a la ensoñación. La placidez alcanzada le permite cerrar el libro con estas palabras: “Desde que ya no veo, sigo descubriendo cada día las bellezas del mundo, sus rarezas, sus fealdades, su presencia – porque la literatura no deja de proporcionármelas”.