viernes, 30 de diciembre de 2011

Mind The Gap

En “As caixas de papelâo da família A. Almeida”, el primero de los relatos que se incluye en Mind the Gap, el pasado se guarda como un tesoro en una caja de cartón situada en un cuarto escondido, en un lugar prohibido. Tia Gina, la protagonista, rebusca en la caja mientras el resto de sus familiares muestran aprensión ante la posibilidad de que invierta el orden natural de la familia. La irrupción del pasado puede romper el orden establecido. Esto es lo que pretende en líneas generales V. H. Rossi en esta fascinante colección de cuentos que es Mind the Gap: mostrar la cotidianeidad invirtiendo el orden definido por el presente, por la realidad, creando situaciones extrañas y desconcertantes que a buen seguro llamarán la atención del lector.
V. H. Rossi se complace, pues, en describir aspectos de la vida cotidiana: la imposibilidad de la felicidad en un mundo abarrotado de desilusión; la ausencia de novedades y alegrías en la vida; la vejez con todos sus achaques; la búsqueda de vías de escape para la rutina diaria; la fuerza de la costumbre en nuestra forma de afrontar las situaciones; la locura como forma de expresión (borrachos, locos, incluso asesinos son personajes de Mind the Gap); la alienación en el trabajo; el contraste entre mundo interior y mundo exterior, entre la alegría que puede sentir una persona y la sensación de agobio y malestar que existe a su alrededor entre la gente que le rodea; las dificultades que experimentan las relaciones amorosas; el silencio, la soledad, la miseria y la pobreza, en definitiva.
Es frecuente, por otra parte, en estos cuentos la obsesión por los detalles, por los objetos, la repetición de personajes (A. Almeida aparece en más de un relato) y el juego irónico con el sentido de las palabras. Observadora atenta de los otros, V. H. Rossi cuenta historias cotidianas que se desarrollan en el metro, en el trabajo, en el bar, en el banco, en un periódico, encontrando en lo cotidiano siempre alguna anécdota que le permite trascender y comprender un poco mejor las actitudes más comunes de los hombres. La búsqueda de la identidad es, por lo demás, un tema recurrente. En los cuentos, la autora opta normalmente por dar un giro final a la narración, de tal modo que el lector se va a encontrar casi siempre con una sorpresa. Es característico también que los personajes desarrollen trabajos que no desean realizar tales como empleada en una tienda de vestidos o redactor de horóscopos o cartas de lectores ficticios.
Es cierto, en resumidas cuentas, que en estos maravillosos cuentos aletea un cierto aire de desilusión y desesperanza. “Somos fadados ao fracasso da vida”, dice el protagonista de uno de los relatos. Pero permanece el amor a la vida, tal como nos recuerda la autora. “O homem já nasce condenado à vida por isso ama tanto”.

martes, 1 de noviembre de 2011

Pierre Michon



Los Once (Anagrama, 2009), de Pierre Michon, ha obtenido el gran premio de novela de la Academia francesa. El escritor francés nos habla aquí de un cuadro irreal, “Los Once”, realizado por un pintor que jamás existió, Fançois-Élie Corentin, para exaltar las virtudes de la época del Terror en la revolución francesa, y logra crear un clima de verosimilitud histórica combinando elementos ficticios y reales. Un cuadro, “Los Once”, y un pintor, Corentin, inspirados en Tiepolo. No en vano, el libro se inicia con la descripción de los techos de Wurzburgo pintados por Giambattista Tiepolo y acaba recordándonos que “Los Once” es un lienzo de estirpe veneciana, la obra maestra que ennoblece las paredes del Louvre. La ficción atravesada por la realidad histórica nos permite considerar a Corentin un pintor de la misma época y la misma estirpe que Tiepolo. Pensemos en el veneciano, en su pintura, y conoceremos a Corentin.
El cuadro, “Los Once”, describe a once comisarios de la época del Terror, entre los que destaca Robespierre, once autores en realidad, hombres de las Luces, que, sin gloria literaria, se convierten en parricidas, asesinos del rey. Una historia conocida gracias al gran Jules Michelet, quien en su Historia de la revolución francesa dedica unas cuantas páginas al tema, al ansia de República y de poder que tenían los Robespierre, Danton y Hébert, y nos ofrece la estampa popular que conocemos de la revolución francesa con sus diferentes partidos. Y con todo, las doce páginas que Michelet dedica a “Los Once” son una novela. El relativismo de Michon enmenda la plana al historiador francés “pues todas las cosas reales existen varias veces, tantas veces quizá como individuos hay en este mundo”. Michon juega con su descripción del cuadro y la proporcionada por Michelet, compara y denigra la falsificación producto de la reconstrucción de memoria. Y tras toda esta historia del cuadro, Michon se inventa un motivo que explicaría la gestación de la pintura. Sería un alma de doble filo, encargada por Collot, que serviría tanto si triunfaba como si fracasaba Robespierre. El cuadro podía mostrar tanto la grandeza como la ambición desenfrenada por la tiranía que atesoraba Robespierre. No en vano, “Los Once” es una pintura que representa “la vuelta del tirano global que se hace pasar por el pueblo”.
El libro se teje con vidas minúsculas, con multitud de pequeñas historias, como la de los campesinos de Limusín, muertos muchos de ellos en la construcción del canal de Orleans a Montargis. La novela se plantea, por lo demás, como un juego literario. Michon dice inspirarse en miles de biógrafos para escribir la historia y hace referencia a las biografías escritas de Corentin. A lo largo de todo el libro da vueltas en círculo, vuelve sobre temas ya tratados, va completando los huecos, como en un puzzle, ampliando la información sobre cosas que ya ha mencionado. Así, da la sensación de que la narración va hacia delante y hacia atrás contando la historia del pintor Corentin y su familia, la historia de “Los Once” y la narración de Michelet. Y todo sazonado con un ingenio que procede del dominio de la lengua, teniendo en cuenta, como nos recuerda Michon, que “de eso deriva todo lo demás, todo cuanto nos interesa: la curiosidad intelectual, la voluntad, la enconada avidez literaria…”.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Ángel L. Prieto de Paula


Contramáscaras (Valencia, Pre-textos, 2000) es un libro que se asemeja mucho a un proyecto autobiográfico. Al recorrer sus páginas se tiene la impresión de que el autor, en medio del camino, en la cumbre de la madurez, alcanzado el cuadragesimosexto cumpleaños que diría Unamuno, hace balance y otea el horizonte de su existencia. No en vano Prieto de Paula define el libro como “confesional”, como un conjunto de reflexiones “sobre algunos signos de nuestro tiempo y de nuestro ser”, divagaciones que tienen un carácter independiente pero que están enraizadas con otros escritos del autor y que, en última instancia, no responden a un plan previo.
El ensayo analiza aspectos característicos de nuestra sociedad mediante una serie de observaciones sociológicas, lingüísticas e históricas. Vivimos, piensa Prieto de Paula, en una época de crisis de verdad, de ritmo histórico acelerado, de provisionalidad a fin de cuentas. La homogeneización contemporánea que padecemos dista mucho de parecerse a las costumbres sancionadas por la tradición. Es necesario, no obstante, aceptar las convenciones de vez en cuando, pero también saber marcar la distancia y la distinción, que es signo inequívoco de “los pocos”, los oligoi, en una sociedad en la que se ha producido un desplazamiento de valores de las masas a la elite y al revés, formando un collage o pastiche posmoderno, sin señas de identidad, y generando una mistificación de valores. Vivimos, además, en una época de cierta reserva sentimental, de recato a la hora de manifestar nuestros sentimientos, a lo que hay que añadir un proceso de trivialización de las relaciones eróticas. Vivimos también inmersos en una tendencia a la aldea global y a la estación única que está en contra de los necesarios contrastes vitales. Finalmente, vivimos en un momento histórico donde se ha impuesto el pensamiento único, un período caracterizado por la indigencia de modelos, cuando en realidad son los modelos humanos los que contagian la enseñanza.
El ensayo resulta de una gran lucidez cuando Prieto de Paula entra de lleno en temas estrictamente literarios, como por ejemplo hablando del monopolio cultural madrileño a partir de la época renacentista, que contrasta con el menosprecio de corte y búsqueda de la soledad por parte de los escritores (por lo menos se hacen eco de esta idea en sus escritos aunque a veces se contradigan las palabras y los hechos); o como cuando siguiendo seguramente a Schopenhauer, el autor encuentra que la sabiduría es una especie de desengaño, es decir, la captación del engaño en que nos encontrábamos.
Más interesante aún es comprobar que el libro tiene algo de arrebato personal bien meditado. Alcanzada la edad en que se observa la vida como un proceso de degradación, Prieto de Paula reflexiona en voz alta. Es así como en la espina dorsal de este brillante ensayo leemos lo que sigue: “Desde la cumbre de la madurez, puede otearse la ladera de la caída, y la vaguada que descansa brumosa, a los pies. Es ése un momento recapitulativo, el que da cuenta a uno mismo de la vida que fue, y también el que programa una vida que será, un proyecto recortado y más atenido a la realidad que los proyectos precedentes”. Las palabras, más que nunca en el libro, parecen adquirir un tono subjetivo. Es como si Prieto de Paula nos estuviese hablando de su proyecto existencial (ese proyecto personal de configuración de la personalidad ya forjado en la juventud), expuesto a la luz en bellas palabras que nos recuerdan por lo demás que el otoño y el invierno son sus estaciones preferidas, que es importante vivir con plenitud, y que la ataraxia es posiblemente el ideal intelectual anhelado. Aunque a decir verdad “… cada uno ha de encontrar su modo de ser auténtico. Y abrazarse a él”.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Mariano José de Larra




“…Yo no puedo ver con serenidad que haya hombres tan faltos de sentido que se empeñen en hacer versos, como si no se pudiera hablar muy racionalmente en prosa; al menos una prosa mala se puede sufrir”. En “El café”, Larra utiliza la figura de un literato para atacar a determinados autores insulsos que infestan la literatura y a poetas de segunda fila con sus deplorables décimas. Larra no soporta las simplezas y se regocija burlándose de títulos estrafalarios como “Clavel histórico de mística fragancia, o ramillete de flores cogido en el jardín espiritual en el día de San Juan” y de títulos ridículos como El té de las damas. Compara una tragedia escrita sobre Luis XVI con el opio que se vende en las boticas. Y describe a los vanidosos, frívolos e hipócritas que pululan por los cafés.
En “¿Quién es el público y dónde se encuentra?”, Larra juguetea con el significado de la palabra “público”. ¿Acaso es el público aquel que, en día de domingo, va a misa, coquetea, hace visitas inútiles y pierde el tiempo en naderías; o el que come en fondas inmundas; o el que por las tardes sale a ver y ser visto, a distraerse por el Prado o el Retiro; o el que se apiña en cafés reducidos y puercos; o el que gusta de hablar de lo que no entiende; o los que se emborrachan en las hostelerías o pasan la noche metiendo ruido en los billares? La opinión tornadiza del público nos hace reflexionar sobre los sacrificios que se hacen buscando la fama y la posteridad. “Yo mismo habré de confesar”, dice Larra, “que escribo para el público, so pena de tener que confesar que escribo para mí”, un público que, a veces, se muestra incapaz de notar cuando se añade un párrafo en prosa a un texto en verso.

Larra escribe sobre la incultura y la rusticidad de nuestro país, en el que “ni nos cansamos de leer, ni nos molestamos en escribir”. En “Carta a Andrés escrita desde las batuecas por el pobrecito hablador”, la descripción del panorama cultural hispano es terrorífica: libreros que no se arriesgan porque los libros no se venden; autores que no escriben y se dedican a la traducción porque “lo mismo pagan y cuesta menos”; señoritos que gastan lo indecible en fiestas y saraos, y, sin embargo, mandan a su lacayo a casa del autor para pedir prestado un libro, que luego pasan a sus amigos y conocidos (por supuesto no tienen ni un libro); y periodistas que no invierten en buenos redactores porque no se lee. Los españoles, además, siempre encuentran razones para no estudiar, con las consecuencias negativas que tiene para el saber y para la lectura de libros. La idea de Larra, en definitiva, es que vivimos en un país donde la profesión de escribir o la afición a leer son considerados un “pasatiempo de gente vaga o mal entretenida; que no puede ser hombre de provecho quien no es por lo menos tonto y mayorazgo”. Lo que se escribe es, por lo demás, malo, un montón de novelitas fúnebres y melancólicas. No se puede hablar, por tanto, de “literatura nacional”, sino de un “enjambre de autorzuelos”, un “país de autorcillos y traductores”. En “Empeños y desempeños”, por ejemplo, Larra se complace en describir a un hombre de corte, un individuo que, habiendo recibido una educación de las más escogidas, maltrata el español y no sabe nada de literatura y de teatro. Y en “Yo quiero ser cómico”, un joven que no ha estudiado humanidades, ni sabe nada de historia, ni domina con propiedad el castellano, se presenta ante Fígaro para que lo recomiende como cómico. Es, además, un hombre sin modales, educación y usos de sociedad, con el agravante de que carece de memoria. La ocasión sirve a Larra para cebarse en ciertos vicios de los cómicos, como hablar mal de los poetas, alabar una comedia sin comprenderla o criticar a los periodistas.
Obsesionado por el tema de educación, Larra describe de forma satírica la situación que se daba en España antes de la llegada de los franceses: “…en casa se rezaba diariamente el rosario, se leía la vida del santo, se oía misa todos los días…”. Se evitaban, por supuesto, los libros prohibidos. Larra habla, en este sentido, en “El casarse pronto y mal”, de los “terribles padres del siglo pasado”, de un modo de vida que, sin duda alguna, no era el más divertido, pero también se refiere a la educación del siglo XIX, derivada de los franceses, en términos negativos, pues en realidad presenta tan malos cimientos como la del siglo pasado. El resultado de esta educación se observa en el protagonista de “El casarse pronto y mal”, un tal Augusto, un individuo “superficial, vano, presumido, orgulloso, terco”; de todo lo cual resulta la brutalidad e incultura de los españoles y la presunción de los franceses. Tratando de moralizar, Larra declara al final de “El casarse pronto y mal” que su intención “ha sido persuadir a todos los españoles que debemos tomar del extranjero lo bueno, y no lo malo, lo que está al alcance de nuestras fuerzas y costumbres, y no lo que les es superior todavía”, pues hay ciertas cualidades nacionales que son perfectamente aprovechables. La idea de equilibrio entre lo nacional y lo extranjero debe presidir la educación de los jóvenes. En este sentido, es criticable la brutal franqueza de los castellanos viejos, la ridiculez de las gentes que quieren pasar por finas en medio de la ignorancia de las conveniencias sociales. En “Vuelva usted mañana”, Larra aprovecha una digresión para defender el potencial y los valores que aportan los extranjeros a un determinado país, cómo los gobiernos sabios y prudentes se hacen eco de estos valores.

A pesar de la crítica de costumbres, Larra encuentra que España ha adelantado y progresado en las primeras décadas del siglo XIX y así lo hace saber en el artículo “En este país”. La frasecilla en cuestión, “en este país”, tiene su origen en el “medio saber” que reina entre los españoles, que no conocen el bien pero sabe que existe, que no aprecian las cosas realmente buenas que atesora España. “En este país” es, en definitiva, una “funesta expresión que contribuye a aumentar la injusta desconfianza que de nuestras propias fuerzas tenemos”.

miércoles, 27 de julio de 2011

Platónica 3

En una serie de ensayos -no exentos de cierta polémica y publicados en castellano con el título de Persecución y arte de escribir y otros ensayos de filosofía política, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1996-, Leo Strauss ha planteado con originalidad la cuestión de las relaciones entre filosofía y sociedad. Alejado del espíritu del historicismo y de la sociología del conocimiento, Strauss mantiene la idea, ciertamente sugerente, según la cual el aspecto fundamental no es observar si una determinada filosofía responde a una determinada sociedad, sino si esa sociedad permite que se exprese dicha filosofía. El planteamiento de Strauss insiste en que la filosofía en la antigua Atenas era prácticamente una actividad privada. Cuando se convertía en un ejercicio público de crítica de puntos de vista ortodoxos, la situación del filósofo podía tornarse peligrosa. El caso de Sócrates es un ejemplo. Strauss habla de la filosofía en los siguientes términos: “Había sin embargo una actividad que era esencialmente privada y trans-política: la filosofía. Incluso las escuelas filosóficas fueron fundadas por hombres sin autoridad, por hombres privados”. El filósofo en la sociedad ateniense del mundo clásico es, por tanto, esencialmente un hombre privado y cuando trata aspectos políticos, religiosos, morales o educativos desde un punto de vista que podríamos considerar heterodoxo, lo hace desde la escritura y no de forma oral. ¿Qué mejor medio, por otra parte, que la escritura para expresar puntos de vista heterodoxos, sin al mismo tiempo llamar la atención?
En un penetrante ensayo sobre la hermenéutica de Leo Strauss –publicado en Páginas hebraicas, Madrid, Mondadori, 1990-, A. Momigliano se hace eco de esta idea: “Casi todos los grandes filósofos del pasado, lejos de aceptar más o menos conscientemente los prejuicios políticos o religiosos de su época, se oponían a ellos, aunque manifestaran su oposición con cautela por razones de prudencia o de método”. En Platón, todo hay que decirlo, se combinan ambas razones, prudencia y método. Digamos que Platón combina su apego a la tradición con el planteamiento de reformas. Ahora bien, estas reformas son presentadas casi siempre como un juego. La vía seguida por Platón es, en este sentido, diferente a la vía de Sócrates. Sobre este punto, Strauss se expresa de forma clara y en un tono ciertamente polémico cuando habla de falta de libertad e investigación en las ciudades griegas, posición ciertamente discutible sobre todo para el caso de Atenas: “La diferencia entre la vía de Sócrates y la vía de Platón señala la actitud diferente de ambos hombres hacia las ciudades reales. La dificultad crucial se produjo por el estado social o político de la filosofía: en las naciones y ciudades de la época de Platón, no había libertad de enseñanza e investigación. Sócrates hubo de enfrentarse a la alternativa de escoger entre seguridad y vida, y adaptarse así a las falsas opiniones y al equivocado modo de vida de sus conciudadanos, o por el contrario no conformarse y morir. Platón encontró una solución al problema planteado por el destino de Sócrates al fundar la ciudad virtuosa en el discurso...La vía platónica, distinguida de la socrática, es una combinación de la vía de Sócrates y la vía de Trasímaco; pues la intransigente vía de Sócrates es apropiada sólo para el trato del filósofo con la elite, mientras que la vía de Trasímaco, que es a la vez más y menos rigurosa que la primera, es apropiada para su trato con el vulgo”.

La ciudad de Platón, la ciudad de la República, como bien dice Strauss, sólo existe en el discurso, en la palabra, en el logos, y es difícilmente realizable. Lo mismo se puede decir de la ciudad proyectada en las Leyes. Platón actúa de forma comedida. ¿Acaso no actúa así cuando emplea a Sócrates como personaje principal en sus diálogos? Si comparamos el modo de acción de Platón con el de Sócrates, es sin ninguna duda más conservador, empezando por el empleo de la escritura como método de expresión, aunque la idea pueda resultar una paradoja a primera vista. Platón no choca de este modo contra la sociedad. Es evidente que plantea reformas, pero lo hace sobre la base de la tradición.
La idea sugerente, aunque arriesgada, de Strauss es que en la ciudad griega el filósofo y la filosofía se encontraban en grave peligro, y esto no se contradice para nada con lo que Platón dice en sus escritos. Los filósofos estaban convencidos de que su actividad era sospechosa e incluso odiada por la mayoría de los hombres. No hay más que leer en el Gorgias las páginas que Platón dedica a la distinción entre filosofía y política. Calicles expresa de forma muy clara la opinión del vulgo sobre la filosofía: la filosofía sólo tiene su gracia y encanto si se practica de forma moderada en la juventud, pero, abusando de ella, se puede convertir en la perdición de los hombres. La filosofía es una especie de juego de niños, un entretenimiento de juventud que contribuye en cierta medida a la paideia, pero que debe ser abandonado en la edad madura. El filósofo es considerado por el vulgo como un hombre privado que abandona el “centro de la ciudad”, el ágora, las reuniones públicas y las asambleas, y pasa la vida hablando con jóvenes en lugares privados y en rincones ocultos. De este modo, la filosofía no puede contribuir a crear “hombres de bien e ilustres”. Bajo este prisma, la filosofía se presenta casi como una actividad contraria a los intereses de la ciudad y del ciudadano. A partir de aquí es fácil de entender que buena parte de los escritos platónicos sean concebidos como una defensa de la filosofía. L. Strauss también insiste sobre este punto, tan bien reflejado en el Gorgias: “La sociedad no reconocía la filosofía ni el derecho a filosofar. No había armonía entre la filosofía y la sociedad. Los filósofos estaban muy lejos de ser exponentes de la sociedad o de los partidos. Ellos defendían los intereses de la filosofía y nada más. Al hacer esto, creían verdaderamente que estaban defendiendo los más altos intereses de la humanidad. La enseñanza exotérica era necesaria para defender la filosofía. Era la coraza con la que la filosofía tenía que aparecer”. He aquí, sin duda, una idea que contribuye a explicar la escritura de la filosofía. Los escritos de Platón pueden ser presentados de este modo, y no de un modo desacertado diría yo, como una apología de la filosofía. Strauss piensa, además, que dada esta relación entre filosofía y sociedad, el filósofo debía guardar gran parte de sus opiniones para los propios filósofos, “limitándose a sí mismos a la instrucción oral de un grupo cuidadosamente escogido de pupilos, o escribiendo sobre los temas más importantes por medio de una breve indicación”.
Desde esta perspectiva, Strauss concede una gran importancia al arte de Platón, es decir, el arte de la escritura. El filósofo Platón es un hombre cauto, y maneja con habilidad la técnica de la escritura. Su lenguaje es en cierta medida elíptico, entendiendo por elíptico la habilidad que tiene el filósofo para dejar en suspenso determinadas situaciones, sin dar una imagen clara de sus conclusiones. Las aparentes ambigüedades y contradicciones del texto platónico no son sino fruto de un elaborado y concienzudo ejercicio de estilo. Esto explica el especial cuidado que se ha de tener a la hora de interpretar a Platón. El intérprete tiene que ser más atento y perspicaz si cabe, al tiempo que intuir aquello que está sobreentendido o implícito.
Este arte de la escritura al que me refiero al hablar de Platón es lo que Leo Strauss denomina “escribir entre líneas”. Strauss sostiene con firmeza que todos aquellos escritores que en el pasado han defendido ciertas ideas de carácter heterodoxo han desarrollado una peculiar técnica de escritura en donde la verdad sobre asuntos fundamentales se presenta entre líneas. La hermenéutica de Strauss se fundamenta a la sazón en la idea de que las ambigüedades y supuestas contradicciones de un autor están conscientemente colocadas por el escritor, que domina el arte de escribir y pretende escapar a los problemas que plantea defender puntos de vista heterodoxos. A diferencia de otros intérpretes modernos, Strauss da por supuesto que “el autor se comprende a sí mismo”. En todo caso, quien no lo comprende es el lector. La pretensión hermenéutica de Strauss se resume de forma admirable en el siguiente pasaje: “Un deber más modesto se le impone al historiador. Demandará, mera y correctamente, que, a pesar de todos los cambios que hayan ocurrido o que ocurrirán en el ambiente intelectual, prosiga la tradición de exactitud histórica. En consecuencia, no aceptará un arbitrario patrón de exactitud histórica que pudiera excluir a priori del conocimiento humano los hechos más importantes del pasado, pero adaptará las reglas de certeza que guían su investigación a la naturaleza de su objeto. Seguirá entonces reglas como ésta: leer entre líneas está estrictamente prohibido en todos los casos en que sea menos exacto que no hacerlo. Sólo es legítima una lectura entre líneas que comience por una exacta consideración de los juicios explícitos del autor. El contexto en que ocurre un juicio, y el carácter literario de la obra en conjunto y de su plan, deben quedar perfectamente entendidos antes de que una interpretación del juicio pueda razonablemente pretender ser adecuada o incluso correcta...Los puntos de vista del autor de un drama o un diálogo no deben, sin prueba previa, ser identificados con los puntos de vista expresados por uno o más de sus caracteres, o con aquellos convenidos para todos sus caracteres o para sus caracteres atractivos. La opinión real de un autor no es necesariamente idéntica a la que expresa en el mayor número de pasajes. Brevemente, la exactitud no ha de confundirse con el rechazo o inhabilidad para ver el bosque detrás de los árboles. El historiador verdaderamente exacto se reconciliará a sí mismo con el hecho de que hay una diferencia entre vencer con un argumento o demostrar prácticamente a todos que está en lo cierto, y entender el pensamiento de los grandes escritores del pasado” . Fiel a la tradición de exactitud histórica, Strauss añade un nuevo elemento, la “lectura entre líneas” (siempre que sea apropiado hacerlo), después de haber abordado los juicios explícitos del autor.
Los principios hermenéuticos de L. Strauss son traídos a colación porque parecen pensados a propósito para plantear diversas cuestiones sobre la interpretación del pensamiento platónico. En un importante ensayo sobre la hermenéutica de Strauss, que ya he mencionado unas líneas más arriba, A. Momigliano realiza algunas observaciones sugerentes a la hora de abordar la interpretación de textos. Momigliano intuye y señala con claridad meridiana los dos principios fundamentales implícitos en la hermenéutica aplicada por Strauss. El primero de estos principios es que “para comprender a un escritor hay que seguirlo -no conducirlo -, tratar de darse cuenta de todos los vericuetos y de las aparentes contradicciones que sigue su pensamiento”, y el segundo principio “es que hay que contemplar la posibilidad de que un escritor haya decidido mantener velado, e incluso oculto, el punto más importante de su pensamiento”. El primer principio permite sugerir la distinción hermenéutica entre interpretar y criticar. Y Momigliano, siguiendo a Strauss, pone precisamente el ejemplo de Platón: “Interpretar a Platón significa permanecer dentro de los límites de las directrices de Platón, mientras que el criticarlo significa ir más allá de esas directrices”. Un historiador no puede poner sus concepciones por encima de aquéllas del autor que estudia. La historia adopta así un sentido plenamente filosófico que tiene como principal objetivo la recuperación de un nivel de pensamiento ya perdido si se pretende caer en la cuenta de los problemas fundamentales. El segundo principio nos permite entrar de lleno en el tema de la enseñanza oral por parte de Platón y en la cuestión peliaguda de “los silencios de los escritores”. Hay ideas y aspectos que parecen velados en el texto platónico, momentos en donde Platón parece no querer ir más lejos, quizá porque considera que determinados temas no deben ser abordados por la escritura, y piensa que deben ser planteados de forma oral, o quizá porque deben quedar simplemente sugeridos. Esto es importante porque significa que el esfuerzo de exégesis que debe realizar el intérprete tiene que ser mayor ya que el texto puede tener doble sentido. Estas dos premisas hermenéuticas representan no sólo una forma de leer y abordar los textos sino también una cierta valoración de los clásicos del pasado.

martes, 28 de junio de 2011

Mario Benedetti


Los encuentros entre escritores son a veces inesperados. La lectura del cuento de Mario Benedetti, “Puentes como liebres”, me ha retrotraído a mi primera novela, Bajo el arco en ruina, en donde contaba los encuentros de Nemuel y Selina a lo largo de los años en diferentes ciudades y pueblos de nuestro país. La misma historia nos regala Mario Benedetti en “Puentes como liebres”, y, por si fuera poco esta coincidencia, me encuentro con que los protagonistas del relato se llaman Leonel y Celina. Yendo más lejos todavía, en ambas historias juega un papel importante el azar. Separa las dos narraciones –entre otras cosas- ese encuentro final de Leonel y Celina, que no se da en mi novela, y que permite celebrar esperanzado la existencia de un único amor.
“Puentes como liebres” forma parte de una colección de relatos de Mario Benedetti, editada por Ediciones Irreverentes con el título Del amor y del exilio en 2002, título que hace referencia a los dos temas vertebradores de los cuentos. En “El hotelito de la rue Blomet” dos antiguos amantes se encuentran de nuevo en un hotel después de muchos años, pero la imposibilidad del amor, de recuperar el pasado se hace patente. En “Puentes como liebres”, sin embargo, el amor se consuma en la vejez cuando el paso del tiempo ha hecho mella en los cuerpos de los dos amantes, cuando se dan perfecta cuenta de que en cierta medida han desperdiciado su vida. Es encantador, por lo demás, cómo Benedetti cuenta su amor juvenil hacia la actriz Margaret Sullavan en “Los viudos de Margaret Sullavan”, un cuento que da la sensación de ser autobiográfico. “Es inevitable que en la adolescencia uno se enamore de una actriz”, escribe Benedetti, “y ese enamoramiento suele ser definitorio y también formativo”, de ahí la importancia que tiene el amor de celuloide, el amor de ficción. Con la muerte de Margaret Sullavan se pone fin al último rescoldo de la adolescencia. A veces el amor se presenta como gratitud, tal como se manifiesta en “Los pocillos”. En otras ocasiones se mezcla con historias de emigrantes, tal como ocurre en “Cinco años de vida”, en donde dos montevideanos fracasados, un escritor y una pintora, se cuentan sus cuitas una vez se han quedado encerrados en el metro de París durante la noche. Benedetti da rienda suelta a su imaginación pues lo que ocurre en el metro es lo que el escritor ha deseado previamente que suceda.


No cabe duda que el gran tema que obsesiona a Benedetti y que está en la base de casi todos los cuentos es el exilio. “Geografías” es una historia sobre la memoria fragmentada del lejano país, sobre la pobreza del emigrado, sobre la nostalgia y la soledad. Benedetti aprovecha para hablar de la situación en Montevideo, “del plebiscito, de la crisis, del desempleo, de los periódicos clausurados porque osan escribir que no hay libertad de prensa, de la creciente actividad teatral, de los cantantes populares, de cómo se cultiva el arte de la entrelínea, de cómo los públicos pescan todo en el aire”. El paisaje de la capital ha cambiado. “…En todas partes hay andamios, en todas partes hay escombros”. Esas ruinas son una metáfora del dolor que produce el presente y que impide a los amantes regresar al pasado. En “No era rocío”, el exilio se presenta también como un descubrimiento de ausencias, de vida y problemas nuevos. Sólo queda la nostalgia de la patria, no la de la bandera, el escudo y el himno sino la de los pequeños detalles que retozan en la memoria.

martes, 31 de mayo de 2011

Helene Hanff


Existen escritores de un solo libro, escritores que condensan en un volumen el trabajo y la obra de toda de una vida. Es el caso de Helene Hanff, que escribió piezas de teatro y guiones de televisión, pero que será recordada por haber publicado 84, Charing Cross Road en 1970, una novela epistolar que traduce la relación amistosa y tierna que se establece entre una escritora americana, amante de los libros –la propia Helene Hanff- y el encargado de una librería en Londres –Frank Doel-. Cronológicamente, la relación se estira a lo largo de los años, desde 1949 a 1969, y se extiende a los trabajadores de la librería y a la familia de Frank Doel.
El carácter de ambos personajes principales se deja traslucir en las hermosas cartas. Frank Doel posee la típica reserva británica, es un hombre sobrio, discreto, apegado a las convenciones sociales. Helene Hanff posee un sentido del humor delicioso que emplea para fastidiar un poco al librero y una generosidad fuera de lo común; detesta leer libros nuevos (“va contra mis principios comprar un libro que no he leído previamente”, afirma Hanff); anhela la Inglaterra de la literatura inglesa; rechaza los libros de ficción y admira las fuentes literarias que le retrotraen a otros tiempos. Enamorada de los libros bellos padece un cierto sentimiento de culpabilidad al ser propietaria de uno de ellos: “Un libro así, con reluciente encuadernación en piel, sus estampaciones en oro y su hermosa tipografía debería estar en la biblioteca revestida de madera de una casa solariega en la campiña inglesa, y está pidiendo ser leído junto a la chimenea por un caballero sentado en una butaca de cuero”.
A través de la lectura del libro vamos conociendo aspectos de la vida en la Inglaterra de la posguerra, las dificultades provocadas por el racionamiento de alimentos; descubrimos el funcionamiento de una vieja librería, cómo se adquirían libros en las viejas mansiones inglesas; recordamos el sentido de camaradería existente entre los amantes de los libros, esa sensación que suscita “el volver páginas que algún otro ha pasado antes”; revivimos el olor de los libros, volvemos a ver inacabables estantes de librerías; admiramos una forma de lectura que supone desprenderse de los libros que no se van a volver a leer; en fin, descubrimos la sencillez de la vida cotidiana de los ingleses y su ingenuidad al observar con pasión la coronación de la reina.

La correspondencia entre Helene Hanff y Frank Doel se vuelve cada vez más espaciada como si un poso de melancolía fuese inundando sus sentimientos. La muerte del librero cierra la relación de forma abrupta. Helene Hanff organiza su biblioteca, rodeada de libros que le recuerdan a Frank Doel. Al igual que la señorita Hanff, el lector ansía -y sueña- visitar esa pequeña librería situada en 84, Charing Cross Road. “Sigo pensando que soy una escritora sin cultura ni demasiado talento”, ha llegado a decir Helene Hanff, “pero a pesar de todo ¡me han dedicado una placa en un muro de Londres¡”. Esa placa reposa como símbolo de gratitud en el emplazamiento de la vieja librería.

sábado, 30 de abril de 2011

Joan B. Pastor Aicart. Més enllà de la poesia


El segundo libro de Josep M. Sanchis confirma sus excelentes aptitudes como narrador. Es Joan B. Pastor Aicart. Més enllà de la poesia un ensayo sobre la figura de uno de los más desconocidos –y olvidados- escritores de la Renaixença valenciana, un poeta que era algo más que poeta pues cultivó casi todos los géneros, con mayor o menor fortuna. Su faceta más conocida en el reducido círculo en el que es nombrado Pastor Aicart es la de poeta en lengua castellana, pero quien lea este libro teniendo una idea preconcebida se llevará sin duda una grata sorpresa. En este sentido, el punto de vista de Sanchis es novedoso ya que prioriza la calidad de la poesía en valenciano y la crítica literaria en castellano de Pastor, pero, sin embargo, no renuncia a hablar sobre todos sus escritos -aun a riesgo de que algunos tengan menos interés- porque su objetivo es realizar una biografía intelectual con las escasas fuentes de que dispone (entre ellas emplea incluso la tradición oral), pero con el apoyo de su obra literaria.
Ninguno de los primeros poemas de Pastor tiene un contenido político. Son versos de contenido amoroso, sensual en ocasiones, rayando a veces en una cierta misoginia. No obstante, en la época en la que estaba estudiando medicina en Valencia -época en la que coincide con escritores de la Renaixença escribiendo poesía lírica en valenciano-, Pastor se deja llevar por la defensa de los ideales republicanos tras la revolución de 1868 en una serie de magníficos escritos. Esta posición política dura poco tiempo, pues tras volver a su pueblo natal (Beneixama en Alicante) Pastor se muestra como un hombre de talante conservador y católico. Sanchis advierte de la dificultad que presenta tratar de explicar este cambio de ideas políticas. Pero aporta el siguiente razonamiento: “Podem pensar que tal volta els ideals republicans es van tornar incompatibles amb la fe catòlica que Joan Baptista professava i que finalment va triomfar la religió per damunt de la política”. La lucha contra los ideales ilustrados es una manifestación más del posicionamiento conservador de Pastor.
El autor lanza algunas hipótesis sobre las pocas cuestiones controvertidas en la vida de Pastor. Es así, por ejemplo, que explica el reconocimiento de la Academia literaria de la Arcadia en Italia como una propuesta posiblemente del cardenal Payá, vecino de Beneixama, como Pastor. También se encarga de recalcar el tema de la unidad de la lengua catalana-valenciana, un aspecto que no ponía en duda ninguno de los miembros de la Renaixença, ni Llorente, ni Llombart, ni el mismo Pastor. De hecho, Sanchis habla de una identificación de Pastor con la lengua catalana. Encuentra, asimismo, en una frase la posible justificación del desinterés del poeta por la novela: “Yo no concedo”, dice Pastor, “ni directa ni indirectamente a la novela en general, y en particular a la naturalista, el poder docente que sus admiradores le regalan”.
Uno de los temas más sugerentes del libro es la polémica contra el naturalismo. Los ataques del “poeta” a este movimiento literario encabezado por Zola se especifican en un ensayo La novela moderna. Cartas críticas, posiblemente la obra más conocida e interesante de Pastor. En sus páginas el naturalismo es definido como “una evolución oportuna del realismo, pesimista e inmoral en el fondo, antiestética en la forma y tendenciosa en sus fines”. El idealismo de Pastor sin duda alguna choca con los postulados del naturalismo, pero el “poeta” no se arredra ante nada, aún sabiendo que le esperaba el olvido de la posteridad. A pesar de todo, seguía confiando en la victoria de la tradición frente a lo que denominaba “razón sectaria”.

La visión del “poeta” que nos ofrece Sanchis es, en definitiva, la de un hombre a contracorriente, fuera de su tiempo (“Yo vivo en otra edad; soy de otro siglo”, se lee en un poema escrito a los veintiún años), liberal en el planteamiento de asuntos sociales –defiende el igualitarismo y la abolición de la esclavitud, por ejemplo- y católico con ahínco. “La religió, les excellències de la vida en el camp, la importància de la salut, la filosofia y la defensa de l’ideari catolic”, escribe Sanchis, son los temas preferidos de Pastor a lo largo de toda su vida. Valorado de forma marginal como poeta de la Renaixença, el autor revaloriza en este estupendo ensayo la posición de Pastor como escritor en valenciano, al tiempo que ofrece una nueva mirada a los años de juventud del “poeta”, que, como queda claro en este trabajo, era algo más que un poeta.

viernes, 15 de abril de 2011

Irene Némirovsky


“Tenía catorce años, era una jovencita y, en sus sueños, una mujer amada y hermosa…”. (p. 11). Así nos presenta Irene Némirovsky a la joven protagonista de El baile, una novela corta escrita en 1928 -en pleno apogeo económico bursátil y anterior al crack del 29- y editada en 1930, después de haber publicado su primera novela, David Golder. Antoinette, que así se llama la joven en cuestión, es una niña sumida en ensoñaciones, culta, inteligente, con ciertos rasgos de crueldad, que vive sometida a una vida estricta, humillada, obligada a seguir lecciones y una dura disciplina, y acosada por la histeria y los gritos de la madre. Sus padres, los Kampf, se han hecho ricos en la Bolsa y viven obsesionados por la búsqueda de reputación entre los círculos de la alta sociedad, por lo que organizan un acto social, en concreto, un baile. Los Kampf son unos recién llegados, la nueva aristocracia del dinero, de modo que pretenden ocultar su pasado porque son nuevos ricos, “groseros e incultos”, tal como los define su propia hija Antoinette, al tiempo que tratan a sus criados con desdén, como si fuesen animales. El ritual del baile se presenta como una especie de iniciación en el mundo de la aristocracia. “Todo el mundo está como nosotros”, le replica el señor a la señora Kampf, “todo el mundo tuvo que empezar un día”. La dueña de la casa ensaya la representación que va a tener lugar durante el baile delante del espejo: “Se maquillaba con extrema lentitud y de vez en cuando se detenía, cogía el espejo y sus ojos devoraban su imagen con una atención apasionada, ansiosa, lazándose miradas duras, desafiantes y astutas”. Pero el baile no se celebra porque Antoinette no entrega las cartas de invitación en el buzón de correos, lo que dará lugar a una situación trágica y absurda. Al final, la verdad sale a relucir entre tanta hipocresía cuando llegan las dificultades, cuando los invitados no llegan, y los criados y los músicos cuchichean y se ríen a escondidas. Alfred, es decir, el señor Kampf, le echa en cara a su mujer la mala vida que ha llevado, y Rosine, la señora Kampf, le restriega su orgullo y su vanidad. ¡Qué vidas más inútiles y vacías¡ El baile evoca a través de una narración saturada de diálogos los hábitos y costumbres de los nuevos ricos.

El desmoronamiento de la madre en la parte final del relato parece anunciar lo que se avecina en 1929. En este sentido, la novela tiene algo de premonición. Pero es algo más que eso. Muestra el proceso de aprendizaje y maduración de una joven encerrada en una jaula de oro, acosada por las cóleras y amenazas de sus padres. Curiosamente, mientras la señora Kampf quiere vivir deprisa, tener un amante, no se da cuenta de que su momento ha pasado y ha llegado la hora de Antoinette. Madre e hija se cruzan en el camino de la vida. “Una iba a llegar”, se lee en el texto, “y la otra a hundirse en la sombra”.

jueves, 31 de marzo de 2011

Henryk Sienkiewicz


Al leer Liliana, de Henryk Sienkiewicz, se tiene sin duda la sensación de revivir imágenes procedentes de films clásicos americanos, y brota a su vez el eterno recuerdo de innumerables películas que narran la epopeya de los emigrantes hacia el Oeste y nos traen el aleteo de infinitas llanuras, de bosques inmensos, de ríos profundos y montañas infranqueables. La novela –publicada por Ediciones Irreverentes, junto con El torrero, en 2005- se presenta como una historia oral contada por un viejo capitán –a la sazón protagonista de la narración, y polaco- al calor de las llamas, como un anciano fabulador. Una caravana de emigrantes se dirige hacia la dorada California en 1849. A Ralf, el narrador, se le antoja una caravana bíblica que marcha a la tierra de promisión y cuyo patriarca es él mismo. El grupo conforma “…un mundo diminuto separado del resto de la sociedad, encerrado en sí mismo, entregado a una suerte común, amenazado por los mismos peligros”. Sienkiewicz nos describe el trayecto de la caravana jalonado por una serie de ritos y lugares comunes en la mitología de la expansión y colonización del Oeste: la fiesta con baile, que se cierra con una oración, un rezo, entonando el salmo “errando por el desierto”; la presencia de los indios; el difícil paso por el río Missouri, una operación que dura ocho días; la alegría y la felicidad divina que supone el contacto con la naturaleza misma; el matrimonio sagrado de Liliana y Ralf, santificado por la tradición de los desiertos, las estepas y los bosques; la ceremonia nómada, usual entre la gente que pasa la mayor parte de su vida en los carros, según la cual la novia debe recorrer todos los carros negando que sea su casa hasta llegar al carro del esposo; el solemne misterio que entraña la visión de las Montañas Rocosas; la presencia de hombres de las praderas convertidos ya en mitos, sobre los que se escriben libros; y la leyenda sobre las riquezas y el clima de California. Todo el relato está impregnado de un realismo descarnado, mostrando el dolor y las desgracias que sufre la caravana a lo largo de su recorrido. Pero el realismo resulta sublimado por una mezcla de misterio que envuelve las descripciones de la naturaleza y el amor entre Liliana y Ralf, dos aspectos que van íntimamente entrelazados. El relato se cierra con la búsqueda de una tumba, pues tras la muerte de Liliana, el protagonista ha vuelto inútilmente todos los años a Nevada esperando encontrar rastros de la fosa donde yace su amada. Con ello pretende dar sentido a su vida. “…Huérfano de su cariño [el de Liliana]”, proclama Ralf, “me encuentro mal en este mundo. Vive el hombre y sigue su camino entre los hombres, y acaso también sonríe, pero el viejo corazón solitario llora, ama y recuerda”.

En El torrero, Sienkiewicz se hace eco de la historia de un anciano que vigila un faro, llevando una vida monacal, solitaria, casi como un prisionero en el islote donde se encuentra la torre. Skawinski es un emigrante polaco que ha viajado por medio mundo, con numerosas andanzas y aventuras, con un destino trágico que le imposibilita quedarse en ningún sitio y que pretende encontrar en el faro “un solitario rincón donde descansar y esperar tranquilamente la muerte”. El aislamiento del mundo exterior conduce a Skawinski a una especie de misticismo. La lectura de unos libros en polaco hace rememorar al torrero su lejano país, la amada patria y su lengua. Es, entonces, cuando su mente se llena de recuerdos. Un sueño conduce a Skawinski directamente a su aldea natal. Despedido de su trabajo, emprende viaje a Nueva York en un vapor, volviendo a su vida peregrina, pero el pobre anciano “ya no iba recto, sino muy encorvado, y sólo sus ojos conservaban un brillo especial”. Su tiempo se acaba. Entre sus brazos sostiene un libro en polaco.

lunes, 14 de marzo de 2011

Roberto Calasso 2


La locura que viene de las ninfas (Sexto Piso, 2008) es una pequeña y heterogénea colección de ensayos singular y sugerente que gira en torno a la posesión, la manía como forma de conocimiento. Calasso se basa en un himno homérico para establecer el origen del conocimiento oracular de Apolo, robado a una ninfa y una serpiente. Y es que Apolo y Dioniso recibieron de Zeus el mismo tipo de conocimiento: la posesión. La voz que brota del oráculo es doble (el conocimiento y la divinidad) “porque corresponde a una mirada doble, la mirada que observa y la mirada que contempla a quien observa, el ojo de Apolo y el ojo de Pitón oculto en él, la ninfa que brota en lo invisible”. Obsesionado por relacionar las ninfas con la posesión, Calasso se muestra crítico con la pléyade de estudiosos que han vinculado exclusivamente las ninfas a la fertilidad y observa con precisión que ya Aristóteles definió un tipo de felicidad para aquellos poseídos por las ninfas (nymphóleptoi), pues “para los griegos la posesión fue ante todo una forma primaria del conocimiento, nacida mucho antes que los filósofos que la nombran”. Dos ejemplos de poseídos por las ninfas, nymphóleptoi, poseídos por el conocimiento, son Sócrates y Warburg. La purificación para su manía se produce de diferente forma: Sócrates entona una palinodia a Eros y las ninfas, Warburg escribe y lee en voz alta un ritual sobre la serpiente. “La manía”, concluye Calasso siguiendo a Sócrates, “es más bella que la sophrosyne” porque procede de los dioses mientras la sophrosyne nace entre los hombres. En definitiva, la locura que procede de las ninfas provoca en los poseídos un mayor acceso al conocimiento.


La incapacidad para entender de qué está hecha la literatura ha impedido comprender, por ejemplo, que Lolita es un libro de “homenaje a las ninfas ofrecido por alguien que había sido subyugado por su poder”. El mismo sentimiento se puede aplicar al cine. Lo que vemos en La ventana indiscreta es la mente y sus fantasmas según la interpretación de Calasso. Las imágenes que vemos en el interior de cada una de las ventanas “no son reales, son hiperreales”, son la visión de la mente, el plató de la mente, el ojo soberano del fotógrafo. De igual modo, encuentra Calasso en el nudo central de la película la relación entre sacrificio y hierogamia (un tema muy querido por el escritor italiano y ya tratado en Las bodas de Cadmo y Harmonía). Hablando de cine, por cierto, Calasso pone en evidencia “la risible categoría del cine de arte o cine de autor, desdeñosamente diferente del cine comercial” y recuerda que la mitología y los géneros han migrado al cine por el fetichismo de nuestra época.
Por si fuera poca cosa esta mezcla de elementos y temas diversos en La locura que viene de las ninfas, Calasso nos describe a Bruce Chatwin como un outlandish obsesionado con los nómadas a quienes veía seguramente como el vestíbulo del Paraíso, precisamente porque él era un auténtico qalandar, algo así como un “migrante religioso, libre como el viento “. Como la diosa Inanna, como Chateaubriand, Chatwin es un buscador de imágenes, de conocimiento. En Chatwin vive el mito del viaje. Otro tipo de delirios son lo que experimenta Kafka -el delirio naturista y el ansia por conocer nuevas personas o la manía erótica por una actriz, Frau Tschissik- o Canetti, para quien el presentimiento es una forma de conocimiento, como cuando se presiente que un libro es importante. “Al cabo de la experiencia, una vez que el libro haya sido leído, ese objeto puede haberse convertido en una obsesión, como una larga pasión amorosa”. Esta pasión por los libros, que también sufre Calasso, se manifiesta en el último de los artículos que componen La locura de las ninfas al definir el escritor italiano lo que entiende por arte de la edición –que a la sazón él también practica-: “Y este arte puede ser juzgado en ambos casos [el de Aldo Manuzio y el de Kurt Wolf] con los mismos criterios, el primero y el último de los cuales es la forma: la capacidad de dar forma a una pluralidad de libros como si fueran los capítulos de un único libro”.

lunes, 28 de febrero de 2011

Thomas Hardy


Thomas Hardy entiende la vida como una larga espera. La historia de George Barnet y Lucy Savile en Conciudadanos (Fellow-Townsmen) lo pone plenamente de manifiesto. Atrapados en la madeja del destino, Barnet y Lucy parecen condenados a esperar, pues las circunstancias siempre juegan en su contra. Casado con una aristócrata a la que no quiere, el comerciante Barnet lleva una vida fácil y opulenta, pero desgraciada. Por el contrario, su amigo Downe se encuentra felizmente casado. La novela da la impresión de que juega en principio con esa dualidad, con el tema de las oportunidades perdidas. “El camino que no se tomó” en la vida en un determinado momento es el que está consumiendo a Barnet, que no hace sino rememorar el pasado junto a Lucy Savile. La casita donde vive ella ahora se ha convertido en una especie de “terreno prohibido” al cual no puede acceder Barnet para evitar malentendidos.
Pero Thomas Hardy siempre se ha interesado por los asuntos morales. En Conciudadanos, el protagonista, George Barnet se enfrenta a un dilema moral. Un terrible accidente -nuevamente el azar entrando en acción- ha dejado viudo al desconsolado Downe al tiempo que languideciente a la esposa de Barnet. Apurando todas las posibilidades, el protagonista logra salvar a su mujer perdiendo la opción de experimentar una liberación. “Hay hombres honestos”, escribe Hardy, “que no admiten en sus pensamientos, incluso como vanas hipótesis, visiones de futuro que conjeturen como realizado un acto que les repugnaría realizar; y hay otros hombres igualmente honestos para quienes la moralidad acaba en la superficie de sus propias cabezas, y que deliberan sobre lo que los primeros ni siquiera llegarán a conjeturar” (p. 56). George Barnet, no cabe duda, es un hombre honesto marcado por un funesto destino. Hardy juega con el azar cuando al protagonista le son entregadas dos cartas al mismo tiempo. La primera marca su liberación pues le comunica la muerte de su esposa, la segunda, leída unos minutos después, acaba con sus últimas esperanzas ya que le anuncia el matrimonio de su amigo Downe y la señorita Lucy Savile. “Los acontecimientos que ese día se habían sucedido precipitadamente en el transcurso de media hora, mostraban esa curiosa crueldad refinada en su organización que, a menudo, procede del pecho del caprichoso dios conocido en otros tiempos como el ciego Azar”. Downe obtiene el consuelo después de la muerte de su esposa. Barnet urde un plan mientras reposa ensimismado en el cementerio. Decide dejar todos sus asuntos y marcharse de la ciudad, Port Bredy. Es una decisión radical de abandono. Quizá no sea casualidad que Hardy haya empelado el cementerio como lugar donde surge la idea.

Los años pasan, concretamente veintiún años y seis meses. Port Bredy cambia. Algunas personas han pasado a mejor vida. Entre ellos Downe. George Barnet regresa a la ciudad en busca del amor de Lucy Savile, pero el destino no va a permitir que se unan. Ahora es ella quien no se atreve en principio a dar el paso definitivo. Luego se arrepiente, demasiado tarde. Barnet ha vuelto a sus viajes, al abandono. Ella, no obstante, “esperó, años y años, pero Barnet nunca volvió a aparecer”. La melancolía y la tristeza nos embargan al final de la lectura. La tragedia de dos seres que se aman y no pueden unirse se consuma.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Francisco Nieva


En 2003 Ediciones Irreverentes publicó Manuscrito encontrado en Zaragoza, una pieza de teatro escrita por Francisco Nieva basándose en una anécdota que se encuentra en la novela homónima del conde polaco Jan Potocki. Con Manuscrito encontrado en Zaragoza, Nieva escribe una obra sobre la locura erótica. Dos ninfas seducen a un joven militar. Las dos ninfas llevan por nombre Emina y Zibedea, y se presentan como primas del soldado por parte materna (“somos como el reverso de tu sangre y tu conciencia”, dice Emina), moriscas, de familia tunecina, cultas, seductoras, ángeles y demonios al mismo tiempo. El militar seducido responde al nombre de Alfonso de Worden y se deja zambullir en lo prohibido, se adentra en la locura y el conocimiento, y vive acaso un hechizo, una alucinación.
El propio conde Potocki introduce la historia pues dice haber hallado un manuscrito sibilino después de hurgar en el misterio, un manuscrito que “muestra nuevas formas de la felicidad en la traición y la heterodoxia”. Francisco Nieva se complace en jugar con la confusión, en ironizar sobre un cuadro de costumbres en el que se combina la brutalidad de una pareja de bandoleros, la vulgaridad de una tabernera y la sutileza de un fraile besucón. El misterio se inicia con la llegada de Emina y Zibedea a Venta Quemada. Alfonso se ve enredado en una serie de sutiles juegos amañados por sus primas, se deja arrastrar por tentaciones ocultas que anidaban en él. Las historias se repiten, ya que la narración del endemoniado Pacheco se asemeja a la del pobre Alfonso de Worden. Cuenta cómo, siendo seminarista, fue seducido por dos mujeres después de beber una pócima. Es una narración repetida por Pacheco todos los días y que funciona como una leyenda. Nieva, pues, se divierte jugando con diferentes registros, mezclando realidad y ficción, historia y leyenda.

En la pieza se pone en evidencia también el contraste de cultura, costumbres y religión. Emina y Zibedea coquetean con heréticos y brujas que han salvado de la Inquisición, blasfeman contra Jesucristo (“…es poca cosa”, dice Zibedea), se burlan del rey Felipe V (“un francés pequeñito con una peluca muy grande”, afirma Emina) y cuentan historias monstruosas al hacernos saber que llevan introducido en el vano un animalejo llamado el “rospo de Siria” que estimula el deseo masculino. Mientras, Alfonso está esclavizado por su religión católica. “Pertenecemos a mundos distintos. Son otras las costumbres y los usos”, recuerda Emina. Atraído por el misterio, da la sensación de que Alfonso de Worden está sometido a una prueba por sus primas, de tal modo que la obra se presenta como un juego continuo, un misterio dentro de otro misterio. El juicio ante la Inquisición que sufren Alfonso y las moriscas ejerce como catapulta de liberación para el joven militar. Nieva aprovecha para ironizar sobre la Inquisición y el país en general: “Ésta es una institución moderna [dice Don Pedro, el inquisidor] que, en cierto modo, hace lo que la policía, pero con más boato y mejor gusto. Con un protocolo y una solemnidad que intimidan a los enemigos de España, pueblo como se sabe entre los más avanzados y razonables de la Tierra”. Dogmático e intransigente, el inquisidor rechaza el conocimiento y la sabiduría de las moriscas. La situación hace estallar a Alfonso: “habéis nacido, como tantos de los vuestros”, le dice al inquisidor, “para odiar la felicidad, la belleza y la sabiduría”.
Seducido finalmente por las ninfas moriscas, Alfonso de Worden reniega del mundo y de la justicia, se aleja del orden tradicional en el que estaba inmerso. “Por fin soy libre de mí mismo y de mi pesada conciencia, soy dueño de mi alma y mi cuerpo. Soy yo mismo sin mancha. O todo mancha”. Alfonso experimenta al final del relato la felicidad, una suerte de liberación. El conde Potocki reaparece para contarnos que el joven es sacrificado, pero que “murió con un sabor de plenitud en los labios”. El lector, embriagado por el fascinante embrujo de la pieza, suspira consciente de que Manuscrito encontrado en Zaragoza es una obra mágica, llena de maravillas.

lunes, 31 de enero de 2011

Platónica 2


En el capítulo tercero de Per una nuova interpretazione di Platone (Por una nueva interpretación de Platón, Barcelona, Herder, 2003), el historiador Giovanni Reale sostiene que, en el Fedro y la Carta VII, Platón dice “con bastante claridad y por escrito qué piensa en general de los escritos y, más concretamente, qué es lo que no pueden comunicar al lector, tanto desde el punto de vista del método como del contenido”. En estos diálogos se niega la autarquía y la autonomía de los escritos. En particular, en el Fedro, G. Reale observa un discurso cerrado y compacto por parte de Platón dentro del cual distingue seis tesis fundamentales: ( 1 ) la escritura no acrecienta ni la sabiduría ni la memoria de los humanos, produce apariencia de verdad, es decir, opinión; ( 2 ) el escrito es incapaz de ayudarse y defenderse por sí solo y necesita de la intervención de su autor, por consiguiente depende en forma estructural de la oralidad; ( 3 ) el discurso oral es mejor y más poderoso que el discurso escrito; es vivo y animado, y está impreso en el alma; el discurso escrito es una imagen o copia del discurso oral; ( 4 ) el escrito es un “juego” muy bello, sobre todo en comparación con otros juegos, pero el arte dialéctico en la dimensión de la oralidad es mucho más bello, e implica una mayor “seriedad”; además, el discurso escrito es una especie de “mitologizar”, mythologein, en el sentido amplio de narrar o contar; en cualquier caso esta oposición es insostenible; evidentemente, reducir la escritura a “juego” y “mito” como hace Reale es una simplificación excesiva; ( 5 ) la claridad, la perfección y la seriedad pertenecen a la oralidad y no al escrito; ( 6 ) el escritor filósofo no confía a los escritos “las cosas de mayor valor”, es decir, los Principios primeros y supremos, pues se discuten en la dimensión de la oralidad.
A partir de estas tesis extraídas del Fedro, G. Reale justifica y defiende el nuevo paradigma hermenéutico. También advierte que ha habido intentos de “suavizar” lo que en realidad se dice en el Fedro acerca de la escritura. Se ha comentado, por ejemplo, que el discurso escrito es una imagen, eidolon, del discurso oral en el sentido que reproduce la enseñanza oral. También se ha tratado de demostrar que la crítica platónica a la escritura no incluía sus propios escritos, o que se refería a synngramma en el sentido de tratado doctrinario, y no a los diálogos platónicos. Otros intentos de minimizar la crítica a la escritura han insistido en reducir las cosas serias y de mayor valor que se habla en el texto platónico a la forma y no al contenido. Bajo esta perspectiva, la oralidad posee una imperiosidad formal, pero no de contenido, respecto al escrito.
En cuanto al testimonio de la Carta VII, G. Reale distingue algunos puntos fundamentales para el tema de la oposición oralidad-escritura. En la Carta VII, Platón habla de una prueba que empleaba para aquellos que pretendían abrazar la filosofía y que consistía en una presentación preliminar de la filosofía en su conjunto con las complejidades y esfuerzos que implica. En esta carta Platón cuenta la reacción de Dionisio frente a la gran “prueba” platónica y cómo el tirano reconoce saber muchas cosas e, incluso, las más importantes, y admite que las ha escuchado de otros. Además, en el texto platónico se afirma que Dionisio ha escrito un libro sobre estas cuestiones. En este sentido, Platón se queja en la Carta VII porque el tirano ha puesto por escrito cosas que realmente no se pueden expresar en una obra. Sobre estos temas, que requieren un gran esfuerzo, Platón no ha escrito ni piensa escribir. Hasta aquí, la interpretación de G. Reale sigue al pie de la letra el texto platónico. Sin embargo, omite un pasaje en el que el filósofo dice claramente que determinados temas no se pueden expresar suficientemente a la mayoría ni de forma escrita ni de forma oral. Pasaje importante sobre el que G. Reale, como se suele decir, “pasa de puntillas”. En cualquier caso, toda la tesis del historiador italiano se fundamenta en el hecho de que estos temas “elevados”, estas verdades metafísicas, no se pueden reducir a escrito.
Al margen de la interpretación de G. Reale, es lógico pensar que la crítica de Platón se centre en aquellos que han tratado de poner estos temas por escrito, porque no olvidemos que es una forma de justificar la enseñanza en la Academia y un modo de explicar el error de Dionisio. Por otra parte, es cierto que Platón incide en que los asuntos más serios no se pueden escribir, y advierte que cualquier composición escrita, aunque sean leyes, no se debe considerar como muy seria. En relación a esto, resulta paradójico que Platón reste importancia a las leyes, porque su propia obra sobre este tema parece concebida con la mayor seriedad. En este punto he de decir –con un gran historiador italiano, a saber, Arnaldo Momigliano- que, aun reconociendo la autenticidad de la Carta VII, “tengo dudas mucho mayores acerca de las secciones filosóficas de la carta”. En todo caso, siguiendo la interpretación de Reale, el que escribe sobre las cosas supremas no lo hace por motivos correctos, no lo hace por utilidad sino por ambiciones personales y sin la adecuada preparación.
La conclusión de G. Reale siguiendo los testimonios del Fedro y la Carta VII es la siguiente: “...los diálogos no contienen las cosas que para Platón son de la máxima «seriedad»; tales cosas, según el filósofo, no son comunicables en la dimensión de la escritura, sino solamente en la de la oralidad”. En cuanto a los pasajes platónicos en donde determinado tema queda “como en suspenso”, G. Reale piensa que Platón “remite expresamente a otro momento y a otro tratamiento, es decir, a lo no escrito”. Pero ésta es sin duda una afirmación atrevida. Del mismo modo, puede hacer referencia a otro diálogo o incluso a una obra perdida. Es verdad que también puede remitir a la enseñanza oral. En este sentido, todo lo que se puede hacer es especular al respecto.
Ahora bien, ¿cómo justifica G. Reale la posición de los discípulos de Platón -y de los intérpretes modernos- escribiendo sobre temas que el filósofo jamás trató en sus diálogos por considerarlo inútil y peligroso debido a motivos pedagógicos? Reale se justifica del siguiente modo: “Por tanto, la prohibición de escribir sobre ciertas cosas depende en Platón únicamente de una teoría de la enseñanza y del aprendizaje, ligada a una dimensión cultural arcaica, es decir, a la radical convicción de la superioridad comunicativa de la dimensión de la oralidad sobre la de la escritura”. Sobre este particular, se observa que la interpretación de Reale se apoya sobre bases poco firmes. En un fragmento de la Carta VII, Platón explica que existen “testigos” que serían jueces más competentes que Dionisio en estos estudios “superiores”. Reale entiende que esos “testigos” son los discípulos de Platón y que, al ser entendidos en esas materias, está justificado el testimonio de la tradición indirecta como documento fundamental para interpretar a Platón. Evidentemente, Reale se ve obligado a reconocer “que Platón no menciona expresamente los nombres de quienes habían entendido bien su doctrina”. Más arriesgada todavía es la siguiente afirmación: “Por consiguiente, resulta que la doctrina de los Principios está sobreentendida en todos los diálogos más significativos de Platón, considerados desde siempre puntos esenciales de referencia para reconstruir su pensamiento”. Desde este punto de vista, a partir de la República, e incluso en diálogos anteriores, para la comprensión de algunos puntos cruciales y la interpretación del significado completo del diálogo viene en “ayuda” todo lo que Platón no ha escrito y que conocemos gracias a la tradición indirecta. Finalmente, la interpretación de G. Reale va más lejos todavía cuando afirma: “El nuevo paradigma implica simplemente una prioridad filosófica de la tradición indirecta en cuanto al contenido, debido a que ésta contiene ese plus no revelado por los diálogos, y, por tanto, coincide con esas "cosas de mayor valor" que, según la doctrina del Fedro, el filósofo sólo confía a la oralidad” (p.121). Sin duda una afirmación atrevida que parece dar prioridad a la tradición indirecta, incluso por encima de los escritos platónicos. Además, en la visión de esta nueva hermenéutica, la tradición indirecta también ofrece la clave para entender el juego irónico de los diálogos platónicos. Todo adquiere una luz nueva, incluso se debe replantear el tema de la evolución del pensamiento platónico.
En conclusión, se puede decir en favor de esta nueva hermenéutica que ha puesto de relieve y replanteado algunos puntos clave del pensamiento platónico: la enseñanza oral, la ironía, la supuesta aporía de los diálogos, la propia evolución del pensamiento platónico. Sin embargo, voy a terminar este análisis cuestionado algunos puntos de este nuevo paradigma de interpretación platónica: ( 1 ) representa un intento de reducir Platón a cuestiones metafísicas; de este modo, el nuevo paradigma limita la enseñanza oral de Platón a temas metafísicos, como si en la Academia no se tratasen otros temas; ( 2 ) revaloriza de forma exagerada la tradición indirecta; todo ello conduce a una clara confusión, bastante antigua por cierto, entre Platón y el platonismo; ( 3 ) la idea de que los escritos platónicos no son autosuficientes, no son autárquicos, resulta cuando menos arriesgada; ( 4 ) en la interpretación de Reale, y en la mayoría de los defensores de este nueva hermenéutica, las Leyes de Platón quedan marginadas totalmente, en un segundo plano; ( 5 ) formular un nuevo paradigma hermenéutico basándose esencialmente en el testimonio del Fedro y la Carta VII es reduccionista, más aún teniendo en cuenta que el testimonio filosófico de la Carta VII es bastante discutible; además, la posición que Platón adopta en el Fedro respecto a la escritura está matizada en otros diálogos; ( 6 ) no se pueden interpretar los escritos platónicos en un sentido exclusivo de “juego”; los escritos platónicos son una combinación de juego y seriedad; además, la identificación entre escritura, juego y mitología es insostenible.

miércoles, 19 de enero de 2011

Cinemanía 3


El cine de Juan Antonio Bardem –libro publicado en Murcia, en 1998- es un trabajo historiográfico de primera línea en donde el autor, Juan Francisco Cerón (a la sazón profesor, actor y productor), estudiando de forma exhaustiva la obra cinematográfica y los escritos de Bardem, explica minuciosamente los entresijos de las producciones, los avatares del director con la censura (particularmente significativos en La venganza) y los proyectos frustrados, cuestiona aspectos tomados como característicos de Bardem y aclara asuntos que permanecían enredados y confusos, al tiempo que nos ofrece detalles sobre cuestiones formales de las películas del gran director.
Se suele decir que el cine español adquirió conciencia de su pasado en los años cincuenta y que esa toma de conciencia se manifestó en Bardem en forma de un violento rechazo. De hecho, la postura del director en sus escritos es la de “un agitador cultural y / o cinematográfico”, no la de un teórico o crítico de cine. Por eso se muestra partidario del realismo cinematográfico (aunque en sus escritos nada se dice de una supuesta “estética realista”) y de un cine testimonial. También se suele decir que la referencia de una parte del cine español de los cincuenta pasó a ser el neorrealismo italiano, algo que da por descontado en el caso de Bardem. Cerón es en este punto bastante cauto ante lo que considera la “magnificada influencia del neorrealismo italiano” sobre la obra del director madrileño, más aún teniendo en cuenta que Bardem descubrió el marxismo a través de los radicales americanos -más que por la vía de los autores europeos- y que la cultura anglosajona ejerció una notable influencia en su formación, sobre todo el cine clásico norteamericano. Insistiendo en la idea de minimizar la influencia del neorrealismo italiano, Cerón recuerda que Bardem se sentía distante de Zavattini (partidario de un realismo descarnado, gris y casi feísta) al tiempo que cercano a los postulados teóricos de Pudovkin.
En El cine de Juan Antonio Bardem, Cerón contribuye a aclarar o desentrañar determinados aspectos de la cinematografía del director madrileño ciertamente oscuros o confusos. De este modo, hace hincapié en la admiración que sentía por Frank Capra frente a interpretaciones erróneas y deformadas del asunto; recuerda que el concepto de “autor” en su variante de “creador de cine” con un estilo fue introducido por Bardem; pone en evidencia que su interés por la estética realista es muy temprano, anterior a su ingreso en la profesión y a la recordada Semana de Cine Italiano celebrada en noviembre de 1951 en el Instituto italiano de Cultura; señala con agudeza que empleó sus escritos como plataforma de lanzamiento para entrar en el mundo del cine, presentando una visión del cine distinta a la ya existente, lo que recuerda claramente la postura de los críticos de Cahiers du Cinema y otros casos parecidos; incide en el aspecto político del ambiguo concepto de cine nacional en Bardem, que, además entronca con la propia tradición cultural española, una tradición realista ejemplificada tanto en la pintura como en la novela y el teatro; muestra el desconocimiento que Bardem y otros cineastas de su generación tenían de la historia del cine español, y cómo su visión del pasado no era en realidad más que un mito; aclara el retraso en el estreno de Una pareja feliz, debido a un error de la productora; explica el equívoco a propósito del trágico final de Muerte de un ciclista, pues la muerte de los dos protagonistas no fue una imposición de la censura, estaba en el guión original; justifica y entiende las alteraciones del texto de Valle Inclán en Sonatas, teniendo en cuenta la historia de la producción y los propósitos políticos del cine de Bardem; y describe, en fin, las circunstancias en que fue aprobado el guión de Nunca pasa nada en 1963 –después de ser censurado y rechazado en 1961- gracias a la iniciativa del nuevo director general de Cinematografía, García Escudero, y del productor Cesáreo González.


En ocasiones, se nota que la interpretación del autor ha ido un paso más allá dejando su sello personal en el libro. Así, por ejemplo, sitúa la crisis de la industria y el sistema de producción españoles en los años cincuenta dentro de un marco más amplio, descargando de “culpabilidades” a J. M. García Escudero y toda su generación, pues ese proceso era paralelo a la transformación cinematográfica que se estaba experimentando a nivel mundial; ve en Cómicos, en la búsqueda existencial de la protagonista, “una significación próxima a las corrientes filosóficas deudoras del existencialismo” y relaciona esta posición con las propuestas de Alfonso Sastre en Escuadra hacia la muerte; afirma que el tratamiento del espacio en Cómicos es una especie de “metáfora de una sociedad y un país opresivos”; señala la continuidad temática y formal de Felices Pascuas y Cómicos, pues tiene claro que la primera de las películas es mucho más que un divertimento o una película amable, hay detalles que “apuntan a la falta de solidaridad, a la denuncia de la miseria y a la descripción de una sociedad oprimida por el peso de sus instituciones”; expone que las angulaciones forzadas y la profundidad de campo en Muerte de un ciclista recuerdan el cine de Orson Welles mientras que el uso del montaje es heredero del cine soviético, hasta el punto de que habla de “su película más propiamente marxista”; y arguye, a propósito de Sonatas y los textos de Valle Inclán, que las comparaciones entre cine y literatura resultan estériles, que hay que tratar de comprender por qué los directores eligen determinados textos literarios y la forma en que son trasladados a la pantalla.
Entre otros asuntos, en El cine de Juan Antonio Bardem, Cerón también defiende al cineasta de las acusaciones de plagio que le han perseguido a lo largo de toda su carrera. Así, por ejemplo, señala las diferencias formales entre Muerte de un ciclista y películas como Crónica de amor, de Antonioni, y Obsesión, de Visconti. Del mismo modo, piensa que el montaje de carácter ideológico de Los inocentes recuerda Muerte de un ciclista, pero eso no es suficiente para hablar de autoplagio. Pero cuando es menester, Cerón tampoco duda en afirmar que en La venganza sí copió Bardem, refiriéndose en particular “a las secuencias dedicadas a la huelga que parecen imitar directamente las insertas sobre el mismo tema en la película de Germi [El camino de la esperanza] (hasta se repite la visita a un médico en el transcurso de la misma)” y apunta a Senso, de Visconti, como uno de los modelos que emplea Bardem para la realización de Sonatas, de la que no duda en afirmar que tiene unos diálogos “didácticos y excesivos”.
Sí que es cierto que a veces el lector se queda con ganas de saber más sobre ciertas cuestiones por las que el autor pasa como de puntillas. Quizá podría haber indagado más –dejando a un lado cierta ambigüedad- en una cuestión tan delicada como la salida de Bardem del proyecto de Bienvenido Mister Marshall. Quizá llega demasiado lejos cuando habla de la significación política de Muerte de un ciclista: “la película hacía un guiño, pues”, afirma Cerón, “a determinados sectores sociales que podrían convertirse en eventuales aliados de la oposición en su lucha por la democratización del país. Bardem se adelantaba a la propuesta de reconciliación nacional que poco después lanzaría su partido”.

Da la impresión, en definitiva, con la lectura de este brillante estudio que Bardem va sufriendo sucesivas crisis personales que se van manifestando en sucesivos cambios en su cine. Tras los problemas suscitados por la producción de La venganza el director madrileño se percata de que no era posible hacer un cine realista y popular “hablando en presente”. El cambio de rumbo a partir de Los pianos mecánicos no es una opción forzada, es un intento –nuevo- de seguir creando un cine personal, pero dentro de los cánones de la gran industria, con lo cual Bardem fue “víctima de su propia trampa: se instaló en una dinámica que, progresivamente, fue diluyendo su personalidad”. Cuando en la época de la transición vuelve a un cine testimonial, Bardem “ha quedado en tierra de nadie”.
Finalmente, sólo queda esperar que el autor, con nuevas fuerzas y brío, retome el tema para darle una vuelta de tuerca y con el mismo rigor y pasión nos ofrezca una visión de la tragedia de Bardem.