domingo, 19 de agosto de 2012

Robert Louis Stevenson


Este verano he vuelto a mi adorado Stevenson a través de dos textos reeditados hace pocos años en la colección Austral. Se trata de una pieza maestra, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y un curioso y espléndido relato amoroso titulado Olalla. Mucho se ha escrito sobre Jekyll, y algunas cosas realmente importantes (estoy pensando en el texto que le dedica Nabokov en su Curso de literatura europea, ahora traducido en RBA). Tampoco han faltado las versiones cinematográficas. Ni que decir tiene, pues, que se trata de una de las historias más conocidas de la literatura occidental. Cuando se lee Jekyll, sin embargo, sorprende a los advenedizos comprobar que el protagonista de la narración no es Jekyll –o Hyde-. El punto de vista desde el que se despliega el relato es el de un abogado que responde al nombre de Utterson. En Jekyll asistimos a un juego de pequeñas intrigas, producto de lo que se elude más de lo que se cuenta. Stevenson maneja los hilos de la intriga sin darnos toda la información de modo que a través de Utterson somos espectadores –al final- de un proceso de desvelamiento. El misterio es desvelado a través de una serie de cartas: la duplicidad de la vida del doctor Jekyll sale a la luz con todos sus horrores.
            Jekyll ha sido siempre un honrado doctor, pero con una cierta tendencia a buscar “aventuras”, a dejarse llevar por la mala vida. Descubridor de un elixir capaz de transformar la persona y el carácter, se ve abocado a una lucha sin tregua –seguramente la que la mayor parte de los seres humanos experimentan- con su alter ego, su otro yo, ese individuo maligno que responde al nombre de Hyde. El lector no se percata completamente de esta doble personalidad hasta las páginas finales del libro. Se va intuyendo esa duplicidad poco a poco, al hilo de las experiencias que va sufriendo Mr. Utterson.
            Hyde es pintado por Stevenson como un ser horrible. Todos los que se cruzan con él sienten de inmediato aversión, odio y espanto. Pronto sabemos que el tal Hyde debe ser “el espectro de algún viejo pecado”de Jekyll, según nos hace saber el propio Mr. Utterson, de modo tal que Stevenson nos anticipa el tema de la obra casi desde un principio. En este sentido, el autor va dejando pistas a través de la narración, como la repentina transformación que acontece a Jekyll, una vez ya está aislado en su casa como un auténtico prisionero y a través de una ventana departe con Utterson y Enfield. El pequeño cambio que sufre es un anticipo de lo que realmente le está sucediendo y nos sugiere de forma velada que Jekyll y Hyde son la misma persona.
            Resulta alumbrador el modo en que Stevenson juega con la dualidad a lo largo de toda la novela. La mansión de Jekyll, por ejemplo, tiene dos partes, la casa propiamente dicha donde vive el doctor con sus criados y se desarrolla la vida monótona y sin sobresaltos de Jekyll, y el laboratorio donde ejecuta sus experimentos que representa sin ninguna duda la tendencia al mal que palpita en el doctor. En la historia también hay dos médicos: el doctor Lanyon, que defiende los principios científicos de su profesión, y el doctor Jekyll, que se deja seducir por nuevas experiencias ajenas a la medicina convencional.
            El misterio de la novela es desvelado al final, a través de dos largos escritos –cartas- del doctor Lanyon y del doctor Jekyll, una vez muertos los dos. El depositario de las cartas es Mr. Utterson. El momento cumbre de la transformación de Hyde en Jekyll es relatado por Lanyon de la siguiente manera: “Se llevó la copa a los labios [Hyde] y la apuró de un trago. Siguió un grito, giró sobre sí mismo, dio un traspié, se agarró a la mesa y se mantuvo asido a ella, mirando con ojos inyectados, jadeante, con la boca abierta. Y mientras le miraba, me pareció que se efectuaba un cambio… como si se hinchase. De pronto la cara se puso negra; parecía que las facciones se disolvían y alteraban… Y me incorporé y, de un salto, retrocedí hasta la pared con el brazo levantado para escudarme contra aquel prodigio, anonadado por el terror”. El lector comprende definitivamente en ese momento, al mismo tiempo que Mr. Utterson, el secreto de la historia.
Tras el relato del doctor Lanyon, la carta de Jekyll se presenta como una especie de confesión, una suerte de autobiografía que sirve a Stevenson para redondear y terminar de pulir la historia. Jekyll confirma la profunda duplicidad de su vida, la orientación mística y trascendental de sus estudios enfocada hacia una única verdad: “que el hombre no es realmente uno, sino dos”. Jekyll se propone luchar contra la primitiva dualidad del hombre tratando de llevar a cabo la separación del bien y del mal, evitando que residan conjuntamente en una misma persona. Pero una vez lograda la transformación en Hyde por primera vez, el doctor experimenta una vida nueva, una alegría interior, juvenil que explica del siguiente modo: “Me sentía más joven, más ligero, más feliz físicamente; y en mi interior me daba cuenta de una arrebatada osadía, de un fluir de desordenadas imágenes sensuales que pasaban raudas por mi fantasía como el agua por el saetín de un molino; de un aflojamiento de todas las ligaduras del deber y de una desconocida, pero no inocente, libertad del alma. Me sentí, al primer aliento de esta nueva vida, más perverso, cien veces más perverso, un esclavo vendido a mi demonio innato, y esta idea, en aquel momento, era como un vino delicioso que me saciaba”. Para desgracia de Jekyll la tendencia hacia lo peor se apodera rápida y progresivamente de su espíritu. Una súbita transformación que le convierte en Hyde sin desearlo (“me había acostado Henry Jekyll y me había despertado Edward Hyde”, escribe el doctor en su confesión) anticipa futuras desgracias: la ruptura del equilibrio de la naturaleza del doctor en favor de Hyde. En los momentos finales de su existencia, el doctor se ve atormentado por el horror de ser Hyde, por su incapacidad para controlar la situación. El monstruo ha triunfado. Derrotado y consumido por el odio a su otro yo, sólo queda una alternativa viable para Jekyll: el suicidio.


Olalla narra la historia de amor entre un militar británico y una joven española en el ambiente rural de una España irreal, casi soñada por Stevenson. El autor no sitúa la acción en ningún lugar concreto. Sabemos que se trata de un sitio agreste, entre montañas, lo que contribuye a enfatizar el carácter primitivo de los personajes. Contrasta en este sentido el efecto civilizador que procede del militar británico con la rusticidad y el primitivismo de las gentes del lugar. “Era un sitio propio, en suma,” escribe Stevenson, “para estudiar los caracteres más rudos y antiguos de la naturaleza, en el hervor de su fuerza primitiva”.
Un joven militar que se recupera de sus heridas pasa una temporada alojado como inquilino de una familia un tanto extraña. Stevenson aprovecha para contar la historia de una estirpe decadente, la degeneración de una raza, una familia de rancio abolengo venida a menos, hasta rayar en los límites de la pobreza. De esta familia sobreviven una mujer agostada por los síntomas de la locura, y sus dos hijos, Felipe, que manifiesta rasgos de evidente brutalidad, y Olalla, llena de sensibilidad, ternura y misticismo, y que supone el contrapunto dentro de un clan familiar degenerado.
La novela, como suele ser usual en Stevenson, está plagada de misterios, de pequeños secretos que estimulan al lector. La historia de la familia en realidad es presentada como un gran secreto que sólo se desvela al final. Unos tremendos alaridos atraviesan una noche cualquiera las estancias de la casa y dejan aterrorizado y desconcertado al militar, contribuyendo al mismo tiempo a la intriga de la narración. Un cuadro en la alcoba del militar señala un parentesco familiar, unos rasgos físicos semejantes a toda la raza, pero adelanta también ciertos detalles de crueldad que se aprecian en la fisonomía. Más adelante llegaremos a conocer el elemento salvaje y bestial en la conducta de la familia española.
La historia de amor entre el militar y Olalla tarda en estallar. De hecho, Stevenson retrasa la aparición en escena de la joven y prepara el momento del encuentro con sutileza. El militar intuye cómo es Olalla antes de conocerla porque se adentra, no sin cierto pudor, en su habitación atestada de libros y pequeños escritos. El amor que el militar siente por Olalla es sublimado por la presencia de la naturaleza: “Y de nuevo todas las fuerzas de la Naturaleza”, escribe Stevenson, “desde las montañas poderosas y sólidas hasta la hoja leve y la más diminuta mosca que flota en la penumbra del bosque, empezaron a girar a mi alrededor con alegría. El sol cayó sobre las colinas tan pesado como un martillo sobre el yunque, y las colinas vacilaron. La tierra, con la insolación, exhaló profundos aromas. Los bosques humeaban al sol. Sentí circular por el mundo la fuerza de la alegría y el trabajo. Y aquella fuerza elemental, ruda, violenta, salvaje –el amor que gritaba en mi corazón-, me abrió como una llave los secretos de la Naturaleza, y aun la piedras con que tropezaban mis pies me parecían cosas vivas y fraternales”.  El militar está unido, gracias a Olalla, a la pureza y la piedad de Dios. Sin embargo, Olalla, vinculada al mundo salvaje y primitivo que representa su familia, cercana a las supersticiones, leyendas y cuentos de los campesinos, se somete a su destino de mujer que sigue su camino a solas. La imagen de Olalla, abrazada a un crucifijo sobre un montículo de rocas, cierra la novela.