miércoles, 18 de julio de 2012

Claudio Sánchez-Albornoz


En 1982, dos años antes de su muerte en su querida Ávila, Claudio Sánchez-Albornoz publica una colección de ensayos que responde al título de Todavía. Otra vez de ayer y de hoy, un libro que mezcla artículos de historia -especialmente de época medieval en la que Sánchez-Albornoz era un especialista, pero también breves apuntes de la España de finales de los setenta y principios de los ochenta- con recuerdos personales llenos de nostalgia y emoción en los que palpita en ocasiones la idea de la muerte. De hecho, en la advertencia inicial del libro, Sánchez-Albornoz se define como un eterno exiliado que avanza hacia la muerte. Sabido es que la guerra civil terminó con la carrera política –por llamarla de algún modo- del historiador –vinculado a la segunda república-, que se vio obligado a exiliar a Francia y luego a la Argentina, su segunda patria, tal como repite frecuentemente, donde permaneció por espacio de más de cuarenta años.
            Sánchez-Albornoz, que tuvo oportunidad de saborear las decepciones de la política, y que siempre defendió sus convicciones liberales frente a lo que llamaba “la fuerza ignara de la barbarie reaccionaria”, en clara alusión al alzamiento nacional, considera una llamada del destino –o de Dios- su vuelta a la historia y el abandono de la política, que le había traído azacaneado durante los años 30. En este sentido, a partir del exilio la vida de Sánchez-Albornoz se centra en una doble tarea: la investigación histórica y la formación de investigadores, discípulos entregados a la causa de la historia, de ahí la importancia que concede a los institutos como espacios donde desarrollar la investigación histórica.

            Algunos de los ensayos presentes en Todavía son específicamente históricos. Sánchez-Albornoz cuenta, por ejemplo, cómo Felipe II no recaudaba impuestos sin el consentimiento de las Cortes, respetando las decisiones de los concejos. Habla continuamente de la explotación de Castilla hasta el punto de enmendarle la plana a Ortega y Gasset con la afirmación de que “Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla”. Además, el historiador trata de demostrar el vínculo entre Cantabria y Castilla, pues emigrantes godos de las llanuras castellanas marcharon a Cantabria en el siglo VIII, y posteriormente, Santander fue vivero de los condados de Castilla y su puerta hacia Europa Occidental. “Castilla debe a Cantabria”, dice el autor, “su belicismo conquistador; Castilla es la histórica y vital prolongación de la lejana y olvidada Cantabria”. La propuesta de Sánchez-Albornoz –siempre está presente el interés del historiador por el futuro de España- es integrar Santander en Castilla-León y abandonar el erróneo concepto de Cantabria.
Contrario a los nacionalismos, el historiador prefiere hablar de autonomismo. Se manifiesta federalista y al mismo tiempo defensor de la unidad histórica nacional. No puede aceptar la idea de un nacionalismo castellano, pero por otra parte dignifica lo castellano como la raíz formativa de lo hispánico. Es el fervor hacia España y lo hispano una de las constantes en el pensamiento de Sánchez-Albornoz. Defiende la existencia de un pueblo español, que se remonta hasta hace dos mil años y le preocupa hondamente el futuro del país. Considera necesaria una “europeización dentro de las eternas e inviolables constantes históricas de España”. El fervor hispano lleva a Sánchez-Albornoz a señalar y recalcar los servicios prestados por España a la civilización occidental, entre los cuales resalta defender a Europa del Islam y traer al Atlántico la civilización occidental.
           Fiel a los principios demoliberales, Sánchez-Albornoz analiza la situación de la España postfranquista de finales de los años setenta y advierte que el franquismo no tiene futuro. Las “viudas del ayer”, como denomina a los seguidores del franquismo, no tienen más remedio que integrarse en la España democrática. Interesado por los problemas de su tiempo, el historiador manifiesta su apoyo a Argentina y apela a la unidad hispanoamericana en el asunto de las Malvinas, guerra que considera un error de los ingleses, movidos por su orgullo. Al hilo de estas consideraciones se ha de decir que a menudo Sánchez-Albornoz insiste en que las comunidades hispanoamericanas están abandonando la influencia francesa e inglesa, tan notable en la época posterior a la emancipación de las colonias. 
El libro está salpicado de notas autobiográficas cómo cuando cuenta sus recuerdos juveniles de Ávila en los que se deja notar la intensa emoción que le produce la ciudad; o como cuando recuerda a su vieja profesora de francés en los años de juventud; o como cuando saca a relucir las canciones de zarzuela y habaneras que canturreaba su madre y que se han grabado en su memoria; o como cuando rememora la oposición a cátedra en 1918 y los rigores de las pruebas. Al fin y al cabo, como nos señala el autor, “un historiador tiene derecho a rememorar viejas prácticas unidas a emocionantes recuerdos juveniles”. No en vano, Sánchez-Albornoz hace público el deseo, siguiendo una práctica ancestral abulense, de que su muerte sea anunciada desde la torre de San Pedro en Ávila.
En definitiva, Sánchez-Albornoz deja en este libro testimonial la imagen de un hombre que se acerca al final de sus días, la huella de un historiador que no se ha dejado llevar por la interpretación marxista de la historia y que ha seguido la senda liberal, un historiador de profundas convicciones católicas que piensa que el hombre “ha ido avanzando hacia su perfección bajo la mirada y el impulso de Dios”.