martes, 31 de diciembre de 2013

Jorge Luis Borges

El último libro de cuentos de Borges, La memoria de Shakespeare, se compone de cuatro relatos que ilustran de forma admirable las principales obsesiones del maestro argentino. Publicado en 1983, tres años antes de la muerte de Borges, el poeta parece deleitarse en sus amores más queridos, en esa combinación de poesía y sabiduría secreta que se traduce en dos hombres tan distinguidos y dispares como son Shakespeare y Paracelso, que a la sazón dan nombre a dos de los cuentos. Borges siempre ha tenido en mente la posibilidad de ser otro, siempre ha soñado con ser otro sin dejar de ser él mismo, sin perder su identidad, su memoria. El tema del doble ha ocupado por entero su vida, su literatura y sus sueños.
En el cuento titulado “Veinticinco de agosto, 1983”, Borges se presenta a sí mismo inmerso en una especie de sueño en el que se ve como un anciano a punto de morir. Borges habla con Borges en una suerte de diálogo profético en el que el autor repasa su propia obra y los temas principales de su literatura al tiempo que se hace eco de la imposibilidad de haber escrito un gran libro, ese texto proyectado con el que ha soñado durante tanto tiempo. Es como si Borges estuviese dialogando consigo mismo, señalando los límites de su escritura, haciendo balance en el declinar de su vida. Este cuento fantástico sobre la identidad personal da paso en la colección a un relato simbólico, metafórico, brillante. Es una historia llena de misterio y sabiduría. Se titula, de forma enigmática, “Tigres azules”. Un profesor, escocés para más señas, que se ha trasladado al Punjab y enseña lógica en la universidad de Lahore, decide instalarse en una primitiva aldea del Ganges porque ha oído hablar de la existencia de tigres azules. El profesor sueña con esos animales desde mucho tiempo atrás. A la hora de la verdad resulta que lo que los indios denominan tigres azules son en realidad pequeñas piedras en forma de discos, que refulgen en la oscuridad y que, de forma asombrosa, se multiplican. Son piedras que engendran. El profesor ha encontrado estas maravillas en la cima que está más allá de la aldea, un lugar sagrado para los indios. Con este acto, el profesor ha profanado la cumbre, el mágico recinto, movido por la curiosidad, por su afán de saber, pero a causa de ello puede sufrir el castigo de los dioses, la locura o la ceguera. ¿Es que acaso, pues, el camino que conduce a la sabiduría choca con la voluntad de los dioses?  El profesor de “Tigres azules” camina sin remisión hacia la locura, hacia lo irracional. Las piedras que se multiplican acaban con la cordura, con el orden, representan un ataque frontal a las matemáticas. Esta posibilidad de caos, desorden y locura conturba la mente del profesor y no es de extrañar que acuda a una mezquita para pedir ayuda y desprenderse de las piedras, de los tigres azules. De este modo se imponen la cordura, los hábitos, el mundo.
En “La rosa de Paracelso”, el sabio renacentista pide a Dios que le envíe un discípulo a quien transmitir sus enseñanzas, la sabiduría secreta que atesora. Alquimista, médico y astrólogo, Paracelso exige de su discípulo una inquebrantable fe, tal como reza la autoridad de la tradición. El sabio recibe en su taller a un muchacho que quiere seguir el camino del maestro, está dispuesto a todo pero a cambio desea una prueba fehaciente del poder de Paracelso, ansía ver un prodigio, quiere que una rosa convertida en cenizas vuelva a cobrar vida. La resurrección de la rosa se produce cuando el supuesto discípulo abandona desengañado la casa del maestro. La falta de fe le incapacita para captar el poder de la palabra, el misterio de la sabiduría antigua transmitido a través de los tiempos.
Según Thomas De Quincey, tal como nos recuerda Borges, el cerebro del hombre es un palimpsesto en el que se van solapando escrituras y recuerdos que la memoria va exhumando progresivamente en función de determinados estímulos. En el cuento que cierra el libro de Borges y que da título al volumen, un especialista en Shakespeare recibe la memoria del bardo de manos de otro consumado erudito. Se trata de una suerte de transmisión que se expande por la conciencia y se apodera lentamente del individuo que recibe tal herencia. A partir de ese momento, el protagonista de la historia, Hermann Soergel, entra en las cavernas de la memoria de Shakespeare, se convierte, en cierta medida, en heredero del poeta. Preparado para tal milagro gracias a años de investigación y soledad, Soergel experimenta también una transformación gradual de sus sueños. Pero la asimilación de la memoria del bardo ejerce tan gran influencia y poder sobre la conciencia que amenaza la identidad personal del protagonista. Hermann Soergel se sume en un estado en el que se confunden de forma inextricable su memoria con la memoria del otro, el bardo. Llevar la vida de otro a cuestas conduce irremediablemente, tal como nos enseñó Stevenson, al territorio del caos, el desorden y la locura. Para evitar perder la razón, Herman Soergel entrega finalmente la memoria de Shakespeare a otro erudito. Es un acto que le permite volver al orden, a las trivialidades eruditas de la vida cotidiana, al mundo de los hombres. Perseverando en la necesidad de ser él mismo ha dejado de ser otro.


  

sábado, 30 de noviembre de 2013

Henry Beyle, Stendhal

En 1995 se publica en la editorial italiana La Vita Felice un manuscrito de Stendhal descubierto por el erudito Carlo Vivari, quien se encarga de verter el original francés a la lengua italiana y, al mismo tiempo, pone título al texto eligiendo para ello un verso de Miguel Ángel que cita Stendhal: Chi mi difenderà dal tuo bel volto? (o sea, ¿Quién me defenderá de tu bello rostro?). El manuscrito en cuestión se compone de unas pocas páginas que son el inicio seguramente de una novela corta que Stendhal estaba proyectando y que nunca concluyó, aunque dejó escrito un plan del desarrollo de la historia. Para los stendhalianos (entre los que me incluyo), esa denominada minoría feliz, y para los amantes de la literatura en general, la publicación del texto es un acontecimiento literario de primera magnitud, una primicia, pese a que sea una obra inconclusa. En 2007, con una amplitud de miras digna de elogio, la editorial Pre-Textos decide publicar la obra en castellano, con una introducción erudita del profesor y poeta González-Iglesias y un epílogo, continuación de la historia, firmado por el también poeta Luis Antonio de Villena. En la traducción se acuerda finalmente (de forma discutible) aceptar el título siguiente: ¿Quién me defenderá de tu belleza?   
La nouvelle sugerida y proyectada por Stendhal nos acerca a un tema muy querido por el autor francés: el concepto de belleza expresado a través del amor, en este caso el homoerotismo que exalta el aspecto espiritual de las relaciones entre los hombres y que se remonta a la cultura griega. Efectivamente, si no se conoce la tradición ateniense, si no se comprende el tema tal como lo planteó Platón y lo recogió Marsilio Ficino en el Renacimiento, no se llegará a captar la esencia de las Rimas de Miguel Ángel y, por supuesto, el sentido de la historia que pretende contar Stendhal. De hecho, los poemas de Miguel Ángel juegan un papel fundamental en el entramado de la narración y en el arranque del relato. En 1832, Stendhal habita en el Palazzo Cavalieri, el lugar en el que trescientos años antes se había producido el primer encuentro entre Miguel Ángel y el joven Tommaso de Cavalieri. Este azar espacial y temporal exalta la imaginación de Stendhal y sirve como punto de partida de la historia. Con cierto tono autobiográfico, el relato se inicia con una escena de tono casi costumbrista entre el escritor y su criada Gina, artificio que sirve a modo de introducción y que permite enlazar con el pasado y con las Rimas de Miguel Ángel. El resto de la narración se resuelve con una conversación llena de inseguridades y tanteos entre el artista y Tommaso de Cavalieri.
La visión de la belleza del joven caballero seduce completamente al maestro, que, desde el primer momento, se siente enamorado. La belleza entra por los ojos. Las miradas entre maestro y discípulo se cruzan, se encuentran. Quizá Stendhal haya experimentado en esta época, ya entrando en la vejez, las mismas sensaciones que pudo sentir Miguel Ángel en 1532. Quizá, pues, el escritor francés se haya identificado con el genio italiano y haya querido contar una historia de amor entre una persona que entra en la ancianidad y un joven. Hasta dónde quería llegar Stendhal al recrear la relación entre Miguel Ángel y Tommaso es algo que tan sólo podemos intuir, a pesar de que en el epílogo Luis Antonio de Villena nos recuerda que el artista tuvo relaciones corporales con otros hombres y cita a propósito la escena de palestra griega que se sugiere en el fondo de La sagrada familia de Miguel Ángel. Si nos ceñimos al plan proyectado por Stendhal, la relación entre el artista y el joven Cavalieri debía ser la misma que la que se establece entre un maestro y un discípulo, tal como en la antigüedad griega se relacionaban los ancianos filósofos con los jóvenes ansiosos de aprender, los kaloikagathoi. No es de extrañar que Stendhal hable de “amor platónico” (amour platonique) y “furor intelectual” (fureur intellectuelle), las dos piedras angulares sobre las que gira la relación entre los amantes. Miguel Ángel vive encerrado en sí mismo, como un eremita, obsesionado con su trabajo, con la belleza y con el cuerpo humano, y la figura de Tommaso de Cavalieri se presenta de repente como la viva imagen de todos sus anhelos artísticos.
            En el plan que cierra el texto, Stendhal nos dice que toda la obra de Miguel Ángel “nos habla de la castidad del alma”. Quizá en estas palabras se pueda encontrar la clave de la historia de esta nouvelle inacabada. Nunca lo sabremos.        

 
 




martes, 29 de octubre de 2013

Platónica 4

Los estudios sobre la naturaleza oral de la cultura griega se han multiplicado a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ha sido un lugar común en la investigación la tendencia a identificar la tradición con la experiencia poética y con lo que algunos denominan como “mentalidad homérica”. La palabra mentalidad en concreto es fundamental para entender todo el proceso. La tradición, viva expresión de la oralidad, se convierte a la luz de algunos autores en una cuestión de mentalidad que se expresa mediante el lenguaje. Al mismo tiempo, curiosamente, en esta época se produce también un importante punto de inflexión en la interpretación platónica. Dos temas se desarrollan con gran intensidad: la relación de Platón con el carácter oral de la cultura griega, y la enseñanza platónica en el marco de la Academia, al margen de la doctrina escrita en los diálogos.
La obra pionera en muchos sentidos es Preface to Plato, de E. A. Havelock (publicada en 1963 y felizmente traducida al castellano con el título de Prefacio a Platón, Visor, Madrid, 1994). El análisis de Havelock tiene como objetivo demostrar que los resultados de la alfabetización en Grecia a partir del siglo VIII a. C. son tan sólo parciales, y que la cultura griega sigue siendo esencialmente de naturaleza oral hasta prácticamente la época de Platón. En términos estrictos, trata de examinar el paso de una mentalidad primitiva (que él denomina homérica) a la que él identifica como platónica. Havelock parte de la idea siguiente: la mentalidad (a saber, los procesos mentales) se puede analizar en el vocabulario, en la terminología. Hay que estudiar por tanto los mecanismos del lenguaje. En este sentido, Havelock expresa un a priori bastante significativo en el prólogo de su obra: “Cabe suponer que la idea no se posee mientras no aparece la palabra a ella ajustada; y la palabra, para ajustarse, ha de emplearse en un contexto adecuado”. A este tipo de planteamiento lo denomina genético-histórico.
Ahora bien, ¿cómo explicar el cambio de mentalidad, el paso de lo oral a lo escrito, de lo concreto a lo abstracto que se produce en Grecia entre el último cuarto del siglo V y la mitad del siglo IV a. C.? El punto de partida de la obra de Havelock es que la revolución literaria, ya que así la denomina, tiene su “heraldo y profeta”, Platón, y que, siguiendo el testimonio de los oradores, se podría demostrar que los griegos cultivados a mediados del siglo IV habían pasado a formar una comunidad de lectores. En este sentido, la principal prueba que Havelock encuentra de la importancia de la mentalidad homérica y de la tradición oral todavía en época de Platón es precisamente el ataque que realiza el filósofo griego contra la poesía en la República, ataque que, según Havelock, hay que entender en su justa medida: la crítica de Platón contra la poesía parece centrarse en aquello que la experiencia poética representa, es decir, una cultura basada todavía en la memoria y en la preservación de la palabra de forma oral. En palabras de Havelock, “lo que se está juzgando es la tradición griega y su sistema educativo”. 
El investigador británico se plantea la cuestión en los siguientes términos: la episteme platónica se dispone a sustituir a la doxa y a la mímesis. Estas dos palabras, doxa y mímesis, son aquéllas que Platón ha encontrado en la tradición para definir la poesía y la mentalidad primitiva griega. Precisamente esta mentalidad “homérica” o “poética”, o “condición oral” de la mente, es la verdadera enemiga de Platón y constituye el principal obstáculo al racionalismo científico. En esta formidable lucha que el filósofo griego inicia contra los poetas, Havelock observa, en definitiva, la emergencia y configuración de un nuevo tipo de mentalidad, que identifica claramente con la revolución literaria y alfabética que se estaba produciendo en Grecia. “Lo que nos interesa”, advierte Havelock, “es la búsqueda platónica de una mentalidad y de un lenguaje no homéricos”. Desde este punto de vista el autor encuentra que hacia el último cuarto del siglo V a. C se está produciendo un cambio en el sentido de las palabras, que cataloga como un auténtico descubrimiento. Se trata de la actividad del pensamiento puro, que da paso a un nuevo tipo de mentalidad. La República de Platón se convierte de este modo, según Havelock, en el exponente claro del choque entre una nueva mentalidad emergente y una mentalidad primitiva basada en la tradición oral.
La importancia del libro de Havelock radica en el hecho de que nos ayuda a comprender que la cultura griega sigue siendo esencialmente oral todavía en época de Platón, o que, al menos, en esos momentos se estaba planteando en el seno de la sociedad ateniense un importante debate entre cultura escrita y cultura oral, del cual se hace eco la obra platónica. Havelock nos presenta la tradición como un conjunto de normas y costumbres, nomoi y ethe, que se conservan gracias a la memoria viva. La tradición, la palabra preservada de forma oral, se transmite gracias a un lenguaje poético, rítmico, que conforma un “discurso” de sucesos plurales y visibles. También acierta Havelock al señalar que en la mente de Platón la situación sintáctica siempre tiene prioridad sobre la metafísica. Este planteamiento permite situar los conceptos y las ideas en el plano lingüístico antes que en el metafísico.
No obstante, la obra pionera de Havelock plantea dudas. El propio autor, con el paso del tiempo, en posteriores trabajos ha matizado algunas cuestiones. El investigador británico, por ejemplo, tiende a identificar poesía y tradición, quedando de este modo reducida la tradición a Homero y los poetas, a una serie de normas y costumbres que se conservan a través de la poesía. Havelock, pues, descubre el tema, pero lo acota y lo encierra. Del mismo modo, la utilización del concepto enciclopedia refiriéndose a la función didáctica de la poesía, y más concretamente a Homero (“enciclopedia homérica” o “enciclopedia tribal”) resulta más bien contradictorio pues es un término que hace referencia a una cultura escrita, cuando Homero y los poetas son para Havelock la expresión de una cultura oral.
Es frecuente, por lo demás, que Havelock hable en términos de revolución alfabética en época de Platón. Quizá de forma no muy adecuada tiende a identificar la revolución conceptual que representa la obra platónica con la revolución alfabética que tiene lugar en Grecia. Havelock piensa que el lenguaje platónico es una muestra clara de la revolución cultural griega que, rápidamente, identifica con la que él considera “revolución literaria”. Tengo mis dudas sobre el hecho de que se pueda hablar de una auténtica revolución. Más bien veo el proceso como un cambio gradual de la cultura griega, un cambio tan sutil, que resulta casi imperceptible. Es precisamente este hecho el que causa grandes problemas a los investigadores al tratar el problema del carácter oral o escrito de la cultura griega.
En su afán por relacionar la revolución cultural y literaria griega con la obra platónica, E. Havelock llega incluso a considerar que la denominada teoría de la Formas es una expresión clara del carácter revolucionario platónico. Sus palabras no dejan lugar a dudas: “Dentro de la historia del pensamiento griego, la nueva doctrina apuesta por la interrupción de la continuidad: el suyo es un comportamiento típicamente revolucionario. Quienes llevan a cabo las revoluciones son, en su tiempo y para sus contemporáneos, profetas de lo nuevo, nunca reformadores de lo antiguo”. He situado en cursiva precisamente los dos aspectos fundamentales sobre los que incide el texto: la interrupción de la continuidad y el comportamiento revolucionario. Havelock presenta a Platón como un profeta, no como un reformador, pues la revolución conceptual que representa su obra significa una ruptura de la tradición.           
            En términos generales, Havelock habla de una oposición sistemática entre mentalidad homérica y mentalidad platónica, entre poesía y filosofía, lo que convierte a la poesía en la verdadera enemiga de Platón. Este enfoque presenta una contradicción de fondo bastante clara: si la crítica de Platón contra la poesía (crítica que bajo mi punto de vista no es tal como la presenta Havelock) es un ataque a la mentalidad homérica, a una cultura basada en la memoria y en la tradición oral, ¿qué sentido tiene la defensa de la memoria y de los métodos orales que hace Platón en el Fedro y en otros pasajes de su obra? La pregunta que uno se puede plantear, entonces, es cómo Platón puede estar defendiendo la importancia de la memoria dentro de la cultura griega, y al mismo tiempo realizar un ataque tan radical a la poesía, que representa la cultura oral. La cuestión, como se advierte, no es tan clara como la presenta Havelock, para quien “Platón parece apuntar a la destrucción de la poesía como tal, excluyéndola en cuanto vehículo de comunicación”. Y es que el autor británico tiende a situar a Platón, erróneamente, frente a la tradición, y nos presenta la supuesta revolución general de la cultura griega como un hecho “que hizo inevitable el platonismo”. Y añade: “Mantengamos, pues, la vista fija en los 'filósofos' y en la 'filosofía' como bandera de la revolución -aunque apresurándonos a traducirla por 'intelectualismo'-”. Si nos fijamos con atención, Havelock habla del platonismo (me refiero aquí a Platón, no al platonismo posterior) como una necesidad histórica inevitable, que casi debe más a las circunstancias sociales o históricas, que a las propias personales del autor. El investigador británico da la impresión de situar sus propias concepciones sociológicas por encima de las del autor.
            A todo esto, esa consideración “intelectualista” del platonismo que nos ofrece Havelock no es más que un a priori modernista. “Intelectualismo” es una palabra que define inadecuadamente el platonismo. Del mismo modo se podría hablar de tradicionalismo para definir la obra platónica. Ahora bien, la forma en que intelectualismo y tradicionalismo se mezclan en los escritos platónicos se le escapa a Havelock o, al menos, permanece fuera de sus intereses. Además, las pruebas de dicho intelectualismo del que nos habla el autor británico se remiten casi exclusivamente a ejemplos tomados de la República, como si en dicha obra Platón nos diese una versión definitiva de sí mismo. Por otra parte, Havelock es consciente en todo caso de que el cambio dentro de la cultura griega, la sustitución de la memorización por el intelecto tiene lugar “dentro de una minoría cultivada”. La pregunta, pues, que se impone como consideración preliminar es hasta qué punto es lícito pensar que se produce un cambio de mentalidad dentro del mundo griego si la cultura escrita y la lectura se imponen tan sólo “dentro de una minoría”. ¿No se podría decir siguiendo otro enfoque que en el siglo V y IV a. C se están agrandando las distancias, al menos en la sociedad ateniense, entre cultura ilustrada y cultura popular? Yendo más lejos, al hilo de estas consideraciones que suscita el trabajo de Havelock, frente a aquellos autores que suelen oponer la filosofía platónica a la poesía homérica y griega en general, la episteme a la mímesis y la doxa, frente a aquellos autores que oponen la mentalidad platónica a la mentalidad homérica imperante en Grecia, ¿no se podría pensar que la supuesta mentalidad platónica es una continuación de la mentalidad homérica, que no existe ruptura, que más bien existe continuidad? ¿Acaso la obra platónica no manifiesta claramente una preferencia del filósofo por la palabra hablada y una importancia de la memoria oral puesta a partir de ahora al servicio de la filosofía? 

 

domingo, 29 de septiembre de 2013

Extraña noche en Linares

La idea de que sólo por el arte merece la pena vivir, evocada por uno de los personajes de Extraña noche en Linares, se encuentra en el centro de toda la obra y el pensamiento del escritor –y editor- madrileño Miguel Ángel de Rus. La belleza eterna, de difícil acceso a veces, se encuentra escondida en los libros, en el cine, en la música, en las artes en general. En un entorno sacudido por la vulgaridad cotidiana, los personajes creados por De Rus se refugian en la cultura, se aíslan alejándose de la tormenta de la vida y de la zafiedad del mundo. No quieren saber nada de los seres humanos, viven rodeados de cosas viejas, sosteniendo entre sus manos acaso un libro de Proust o de Valle Inclán, y seguramente una copa de armagnac, mientras luchan con determinación por vivir entre los sueños. Ahora bien, en Extraña noche en Linares (M.A.R. Editor, 2013), una colección de cuentos que compendia de forma ejemplar los principales temas y obsesiones del escritor madrileño, la gran paradoja radica en que, mientras los personajes huyen de una realidad enfermiza que les agobia, el autor no puede evitar inmiscuirse en los problemas de nuestro tiempo mostrando de forma acerada las miserias de la sociedad, desde la globalización y el paro hasta las lacras de la iglesia y la política en general.
El carácter irreverente del autor, que ha marcado toda su trayectoria literaria, se pone en evidencia en Extraña noche en Linares a través de digresiones que se intercalan en los cuentos a modo de cuña, aunque a veces el argumento principal y el desarrollo de algunas historias constituye en sí mismo un ataque frontal a determinadas instituciones o situaciones del mundo actual,  como ocurre en “Los dados”, que se asemeja a un alegato contra la brutalidad de la religión a lo largo de la historia, o en “Gente importante”, donde se vincula las grandes fortunas con la alta política y la actividad criminal, o en “SW”, que hace hincapié en el espectáculo de la violencia cotidiana en las televisiones, o en “Mennini, últimas consideraciones”, donde se describe la hipocresía, los engaños y los negocios de la Iglesia católica y el Banco Vaticano, o en “No debisteis poner vuestras sucias manos sobre los libros” que refleja claramente las mentiras de la televisión, o, finalmente, en “Yo fui quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit, donde el autor aprovecha para lanzar andanadas contra el funcionamiento del sistema y el falseamiento de la democracia.
Esta faceta iconoclasta, heterodoxa de Miguel Ángel de Rus, enfatizada en ciertos pasajes con verdaderos arrebatos de furia, no debe despistarnos a la hora de valorar su trabajo. Siendo considerado el abanderado de una generación irreverente –que seguramente lo es-, y quizá a pesar de ello, el aspecto que verdaderamente seduce del escritor madrileño es su capacidad para crear una narrativa de altos vuelos que, sometiéndose a una gran tradición castellana, apela a un juego entre realidad y ficción, que se convierte en el soporte literario del discurso. No experimentamos, por lo demás, ninguna sorpresa al comprobar que los personajes de De Rus prefieren corretear por la ficción, atrapados entre los sueños, como ocurre en “Me está esperando la eternidad”, donde una actriz venida a menos está obsesionada por mantener su estrella rutilante tal como ha sido moldeada por el cine, o en “Setenta y dos esposas”, que muestra a un musulmán al borde de la muerte mientras sueña con un paraíso del que no desea volver a la chata realidad, aun a costa de estar muerto, o en “El café ya estaba frío”, en donde una pareja de amantes decide refugiarse en el amor olvidando que a su alrededor se está produciendo el atroz desenlace de las Torres Gemelas de Nueva York, o en “El corazón delator, en directo” y “Extraña noche en Linares”, que describe a personajes refugiados en los sueños que provocan las drogas, o en “Irma, calle Casanova”, que presenta a un individuo que sólo es feliz cuando se adentra en la película Irma la dulce y en el París imaginado en la pantalla de cine. 
Se advierte además en Extraña noche en Linares, como no podía ser de otro modo, que el mejor soporte para los personajes en sus anodinas vidas -su último refugio- se encuentra en los libros. En los cuentos de De Rus aletea una suerte de apología de los libros, a veces comprados en viejas tiendas, siempre elegidos con cuidado, con amor, y que conforman, como se cuenta en “Yo fui quien imaginó aquella escena de 451 Fahrenheit”, bibliotecas llenas de vida, de mundos posibles. Conviene insistir en este valor purificador de la cultura porque es uno de los aspectos más relevantes de la poética de De Rus. Por eso se ensaña tanto con la quema de libros a lo largo de la historia, porque observa en este hecho el gesto aniquilador de la civilización. Los personajes de Extraña noche en Linares, en definitiva, sueñan a través de los libros otros mundos. El problema principal es que, pese a este aislamiento, la vulgaridad de la realidad termina envolviendo a los personajes, de una forma u otra, casi sin querer. Y lo que es peor, esa maldita realidad acaba imponiéndose a los sueños, fulminando los recuerdos, el pasado y la esencia de la vida misma. Es como si no hubiese escapatoria posible. Es como si el mundo caminase en una dirección equivocada y los únicos capacitados para resolver este proceso galopante de deshumanización, los hombres cultos -la auténtica élite de la sociedad-, quedasen marginados, arrinconados, reducidos en muchos casos al ámbito de la locura.
En semejantes circunstancias es fácil comprender la sensación de impotencia que puede sentir cualquier intelectual independiente, que no comulga con ninguna facción política. “Toda persona que tenga conceptos éticos o estéticos no puede vivir en esta época”, escribe De Rus.” Y quizá en ninguna”. Cansado de tanta vulgaridad, el escritor madrileño ha optado por refugiarse en la soledad y los sueños, como sus personajes, en una perfecta conexión entre literatura y vida. Afectado en ocasiones por la nostalgia, observa desilusionado el paso del tiempo: “Paseo por las calles de mi infancia y todo es desolación”. Esta visión del mundo, expresada con tan hermosas palabras, conduce directamente a la decepción de la vida. Por eso emociona tanto comprobar en Extraña noche en Linares la lucha incesante e infatigable del autor por hacer irreductibles los frutos de la imaginación, por mantener su fidelidad a un ideal en el que radica la nobleza de su existencia como escritor.    


    

jueves, 29 de agosto de 2013

Julián Ayesta

Helena o el amor del verano, un opúsculo de Julián Ayesta, publicado por primera vez en 1952 y reeditado varias veces, sorprende al lector que se adentra en sus páginas (apenas ochenta en la edición que ha preparado ahora Acantilado) por su fascinante aliento poético. Ayesta consigue con Helena o el mar del verano crear una obra modélica, referencial, uno de los libros más importantes y más apasionantes de la narrativa española del siglo XX. Escritor de un solo libro, como aquel que dice, póstumamente la editorial Pre-Textos ha tenido la feliz idea de publicar un volumen de Cuentos de Ayesta (Valencia, 2001), labor que ha continuado acertadamente Trotta al editar los Dibujos y poemas (Madrid, 2003) del escritor gijonés.
            Escrita, sin duda alguna, en estado de gracia, la novela es una evocación de la felicidad que acompaña a la infancia y al surgimiento de un amor tierno, puro y virginal. Estructurada en tres partes (verano-invierno-verano), se compone de una serie de escenas o cuadros, a veces costumbristas, en ocasiones bucólicos, siempre nostálgicos y melancólicos, a través de los que se sugiere un mundo acaso vivido, acaso soñado por el autor, en el que se describe la infancia de un niño en Gijón. Aferrado a los recuerdos de su familia y al amor que evoca un nombre –Helena-, el joven protagonista de la historia contempla la existencia en aquellos lejanos años como si se tratase de alguien que abre los ojos al mundo. Atrapado en la espiral poética que ha construido Ayesta, el lector asiste conmovido a la narración, que fluye cadenciosamente desde el retrato coral de una familia hasta la experiencia individual sublimada por el amor y la visión de la naturaleza. Ayesta combina en este sentido las escenas íntimas, que retratan la alegría familiar, con los cuadros costumbristas en la playa y en el campo, pero siempre teniendo como horizonte final la sensación de plenitud que produce el descubrimiento del amor.
            Toda la novela está plagada de detalles, de escenas que tratan de transmitir la felicidad en la infancia: una comida en el campo, unos juegos inocentes en la playa, una batalla de almohadas entre niños en una habitación, una canción cantada al unísono por todos los miembros de la familia, unas sidras tomadas al pie del camino, unas nubes en el cielo que semejan países o continentes. El relato tiene una suerte de intermedio invernal, un capítulo central en la novela que Ayesta titula con cierta ambigüedad, “la alegría de Dios”. El joven protagonista, formado en una escuela de jesuitas, cuenta sus experiencias religiosas, ligadas a las ideas de culpa, dolor y remordimiento, expresadas en un sometimiento a la autoridad de la iglesia. Es como si Ayesta pretendiese crear un contraste de sentimientos y sensaciones entre el verano y el invierno. Sin embargo, poco más adelante leemos, en el mismo capítulo invernal, que el muchacho se deja arrebatar por el fervor religioso, por el amor a la Virgen, tan buena, tan suave, tan hermosa. Tocado por Dios el muchacho rebosa nuevamente felicidad, hasta el punto de sentir “el cuerpo y el alma hinchados de alegría y de un gran sosiego y de un gran amor a todas las cosas”.  
            Da la impresión de que Ayesta ha moldeado la novela mediante una serie de ritos o celebraciones que confluyen en una fábula mitológica que da paso a la apoteosis final en que se celebra el amor. Tras el paréntesis invernal y la llegada nuevamente de la estación veraniega, el relato parece derivar hacia un mayor intimismo, como si a partir de un momento determinado sólo existiesen en el mundo Helena y el protagonista. La escena bucólica de ecos virgilianos, que se desarrolla en un bosque y que precede al capítulo final, sitúa la novela en un terreno de ficción sin límites, donde el anclaje en la realidad se vuelve de tanto en tanto más liviano. El juego amoroso entre la naturaleza radiante inunda el relato. En el crepúsculo del atardecer que cierra esta maravillosa novela, Ayesta presenta a sus protagonistas llenos de amor, llenos de vida, adentrándose en una cueva cercana a la playa donde les esperan unas ruinas romanas, los misterios de la Edad antigua y un mundo lleno de belleza sin igual. Una fábula griega certifica el amor entre los protagonistas en el terreno donde anidan los sueños. En la playa, “todo era como un gran arco” dispuesto a ser atravesado por los dos muchachos que, muertos de gozo, caminan hacia más allá, no sé sabe dónde, hacia un lugar sólo imaginado por los poetas.
            Concebido seguramente como un ejercicio de estilo, Helena o el mar del verano es un libro feliz que transmite un arrebatado amor a las personas, a los animales, a todas las cosas que existen en este mundo. La lectura de las páginas de esta novela provoca tanta afinidad con el protagonista que uno desearía llorar eternamente ante la visión del amor, ante la sensación de belleza, y desearía, también, correr con los ojos cuajados de lágrimas más allá del viento, más allá del arco de colores, más allá. 


jueves, 25 de julio de 2013

Arthur Schopenhauer

La publicación de El arte de sobrevivir (Herder, 2013), con edición e introducción de Ernst Ziegler y cuidada traducción de J. A. Molina, nos permite revisitar algunas de las constantes y obsesiones de Schopenhauer a través de una selección de textos dispersos en las distintas obras del pensador alemán. La edición que ha preparado Ziegler forja la imagen de un Schopenhauer anciano, al final del camino, un hombre lleno de experiencias y sabiduría que parece renegar de la vida, que reflexiona con profundidad acerca de la muerte y que observa el mundo desde arriba, como un espectador privilegiado situado más allá de las miserias humanas. Es, como si dijéramos, un Schopenhauer alejado del tumulto de la vida, aislado, escéptico, radical.
            Los textos que se presentan en El arte de sobrevivir no conceden respiro al lector. No hay ninguna concesión a la galería. El anciano Schopenhauer contempla la vida en toda su extensión realzando el tiempo de la vejez porque aporta en términos generales una calma espiritual que constituye la esencia de lo mejor de la existencia humana. La melancolía y la tristeza de la juventud ceden su lugar a una cierta jovialidad de la vejez que supone liberarse de los placeres, las quimeras, las ilusiones y los prejuicios. Y si bien es cierto que en la juventud pasa el tiempo de forma más sosegada y lenta, generando por tanto más recuerdos y ofreciendo la sensación de una mayor felicidad, en la vejez se adquiere una cualidad admirable, el “no sorprenderse de nada”, que decía Horacio, lo que concede a la ancianidad una paz especial. Al llegar, pues, a la madurez el hombre sufre un desengaño brutal, “la convicción inmediata, sincera y sólida sobre la vanidad de la totalidad de las cosas y la inconsistencia  de las maravillas del mundo”. Esto nos lleva directamente al tema central del que parten todas las reflexiones de Schopenhauer, la consideración de que la vida es un engaño, un fraude, y que todos los esfuerzos que realizamos para cumplir grandes proyectos son vanos e inútiles. La vida, es, pues, en la visión del filósofo algo monótono, insípido, acompañado normalmente “de una serie de pensamientos triviales”, que sólo adquiere ciertos aires de novedad por el progreso del conocimiento. Es bien conocida, en este sentido, la imagen que ofrece Schopenhauer de la vida como una mezcla de tragedia y comedia, tragedia si se considera de forma global la existencia, y comedia si se analizan los pequeños detalles y afanes diarios. La conclusión del filósofo alemán es que la vida de millones de personas es una especie de “sueño confuso y agitado”, carente por completo de reflexión y lleno de supersticiones infundadas por la Iglesia.
            Concebida así la vida, la felicidad se presenta como una quimera, un deseo inalcanzable. La decepción que sufre el hombre ante esta realidad inapelable puede ser solapada aceptando ese punto de partida y rebajando las expectativas, tratando de vivir de forma soportable, evitando en la medida de lo posible los dolores y sufrimientos que forman parte de la íntima esencia del ser humano. El mundo se convierte así en un lugar de expiación y la muerte queda como el objetivo moral primordial de la vida. Conviene insistir en este punto que numerosos fragmentos de El arte de sobrevivir están relacionados con el tema de la muerte. El curso de la vida tiene en este sentido una dirección moral y esto se advierte en los últimos pensamientos de cada hombre. ¿No se puede pensar, entonces, que esta selección de textos que atiende al título de El arte de sobrevivir no trata –disimuladamente- de reflejar los últimos pensamientos del propio editor, Ernst Ziegler, a través de la voz de Schopenhauer? Todos los indicios apuntan a que El arte de sobrevivir es un libro de preparación para el viaje al más allá. Impulsado por la voluntad de vivir, pero burlado por la esperanza, el hombre, irremediablemente, “baila hacia los brazos de la muerte”, y, como un barco a la deriva, “llega al puerto haciendo agua y desarbolado”. ¿Acaso estos pensamientos no están estrechamente ligados a la visión del anciano profesor Ziegler? Tentados estamos de pensar en el valor purificador que ha podido tener la lectura de Schopenhauer. Y es que el filósofo alemán ofrece una visión del mundo que nos conmueve y nos remueve la conciencia. Schopenhauer, para bien o para mal, escamotea la esperanza al ser humano, aleja la utopía y quiebra nuestra fe inquebrantable en la ilusión. Y lo que es peor, escribe y piensa tan bien que en lo más íntimo de nuestro ser estamos barruntando que seguramente tiene razón.
            ¿Y qué nos queda en medio de tanta desolación existencial? El conocimiento, la belleza y el arte, las alegrías más puras de la vida. La paradoja radica en que siendo estas alegrías patrimonio de unos pocos, aquellos que tienen una disposición singular y una sensibilidad acorde a las circunstancias, se da el caso de que esta minoría es la que más sufre, lo que me recuerda la lección de mis maestros, la advertencia tan antigua de que el conocimiento engendra dolor.

   

jueves, 27 de junio de 2013

Gustavo Adolfo Bécquer



 En homenaje al poeta Luis García Arés

Cuando era pequeño imaginaba el mundo lleno de bondades. En las frías tardes invernales de antaño solía mirar hipnotizado a mi madre, sentada en el sillón, mientras leía con amor a Bécquer. Se notaba en su gesto que disfrutaba con la lectura, pero lo que más me sorprendía es que generalmente siempre tenía el mismo libro entre las manos: Las leyendas. La sensación en aquella sala de estar donde mi madre reposaba leyendo era de calma total. Pasó el tiempo y cuando fui joven hice míos aquellos versos del poeta en los que decía: “En donde esté una piedra solitaria / sin inscripción alguna, / donde habite el olvido, / allí estará mi tumba” (LXVI). Estos versos me han acompañado en el trayecto de la existencia, como si la suerte del poeta fuese la mía.

La bella edición conmemorativa de las Rimas de Bécquer que ahora presenta la editorial Cuadernos del Laberinto ha hecho revivir en mi memoria viejos sueños infantiles. Con cuidado esmero y enorme delicadeza, porque la ocasión bien lo merecía, la editora Alicia Arés se ha basado en el manuscrito de El libro de los gorriones que se conserva en la Biblioteca Nacional para realizar una edición de las setenta y nueve Rimas de Bécquer. En esta ocasión única y excepcional, la editora –a mi modo de ver como si fuese un alumbramiento o una intuición genial- ha decidido contar con la inestimable ayuda de su padre, el recientemente fallecido, el llorado poeta Luis García Arés, para escribir un emocionado prólogo a las Rimas de Bécquer, por lo que estas líneas escritas por el poeta abulense sobre el poeta sevillano suenan como un eco lejano, a modo de despedida, de poeta a poeta (aunque al parecer García Arés ha dejado una obra inédita de próxima publicación con toda probabilidad, titulada Atenea pensativa). Becqueriano hasta la médula, Luis García Arés recuerda en el prólogo algunos de los aspectos que definen la poética de Bécquer y nos sitúa las Rimas en el terreno de lo intangible, del sueño y la quimera, de los límites de la vida y los misterios de la existencia, allí donde ha llegado el poeta y donde pretende que se acerquen los lectores.
La “introducción sinfónica” que escribe Bécquer a sus Rimas confirma esta visión de García Arés, pues el poeta sevillano habla del insomnio y la fantasía como fuentes de creación, y de la confusión entre lo vivido y lo soñado como catalizadores de la poesía. Fechada en junio de 1868, dos años antes de la muerte del poeta, la introducción becqueriana también alerta sobre la proximidad del “gran viaje”, justificando así la necesidad que experimenta de dar a la luz sus creaciones poéticas. Da la impresión en este sentido de que el conjunto de las Rimas de Bécquer apuntan en una dirección muy clara, cada vez más nostálgica y triste, que se acentúa con el avance del poemario. Es como si la muerte aletease desde el inicio de los poemas pero sólo se manifestase de forma evidente al final. Si tenemos en cuenta que Bécquer se centra en el tema amoroso en gran parte de las Rimas, el resultado global es una combinación de amor y muerte en la poesía becqueriana como pocas veces se ha alcanzado en la literatura.
            En las Rimas se advierte también una clara voluntad de definir el territorio del poeta. La naturaleza, el amor y el misterio se manifiestan como los grandes temas de la poesía de Bécquer. Capaz de elevarse hacia el azul del cielo, de fundirse con las estrellas. Así se muestra el carácter divino del bardo, hasta el punto de estallar con el verso: “y mi pupila abarca la Creación entera” (V). A la búsqueda de un sueño y un imposible, las rimas becquerianas desembocan en el amor, seguramente, tal como señala Luis García Arés en el prólogo, fruto de la pasión del poeta por Julia Espín. En ocasiones, el amor se presenta como una visión que se desvanece. Y es que en la poética becqueriana juega un papel fundamental la mirada, el fulgor poético que procede de la mirada de la amada y que se recibe con entusiasmo divino en los maravillosos versos de la rima XVII: “hoy la he visto… la he visto y me ha mirado…/ ¡Hoy creo en Dios”. En los casos de mayor éxtasis, el amor provoca una unión mística, la fusión de dos almas. En los momentos de mayor ternura, el poeta desea ver cómo la amada reclina la cabeza sobre su pecho, ansía leer su pensamiento y ver brillar los deseos. La locura amorosa alcanza el punto en que el poeta siente y ve a la amada en todas partes. Es curioso observar cómo el esplendor de la pasión amorosa se traduce en un poema que menciona la Commedia de Dante. Los amantes guardan un silencio ritual mientras sus mejillas se rozan. Sobre el regazo, la muchacha sostiene el divino libro del poeta italiano. Entonces, “sólo sé que nos volvimos / los dos a un tiempo / y nuestros ojos se hallaron, / y sonó un beso” (XXIX).

Después de este momento de máxima tensión erótica, las Rimas se vuelven progresivamente más tristes y melancólicas haciéndose eco del estado anímico del poeta. La ruptura amorosa provoca la desazón del bardo. Precisamente algunos poemas describen cómo la culpa acaba con la relación entre los amantes, cómo los males del orgullo mal entendido perturban la pasión. ¿Es, por lo tanto, el amor una absurda fábula, tal como deja entrever el poeta? En rimas llenas de dolor, no exentas de cierto resentimiento (“Cayó sobre mi espíritu la noche; / en ira y en piedad se anegó el alma…”, XLII), Bécquer plantea el tema de la pérdida y el olvido del amor. Sentado en la cama, con la mirada fija en pared, el tiempo pasa. Sin amor el poeta envejece mil años. Los sueños se mezclan con la realidad. La presencia de la muerte se empieza a palpar en los versos. La sonrisa, en palabras de Bécquer, se convierte en una máscara del sufrimiento. Y la vida se vuelve monótona. Y se pierde la capacidad de sentir. Y llegados a este punto uno tiene la sensación de identificarse con el poeta cuando afirma “Este armazón de huesos y pellejo, /…/ cansado se halla al fin…” (LVII). La vida así concebida es un erial, tal como recuerda Bécquer. Más aún, es un sueño corto en el que perseguimos, de forma ingenua, la gloria y el amor. Compungido de dolor, el poeta solloza pensando en la soledad de los muertos: “…pero hay algo / que explicar no puedo, / que al par nos infunde / repugnancia y duelo, / a dejar tan tristes, / tan solos los muertos” (LXXIII). La soledad y la muerte acechan irremediablemente. Y Bécquer lo sabe. Cansado de la vida, el poeta cuenta en un poema cómo se refugia en un templo y desde un rincón oscuro contempla el rostro blanquecino y pálido de una hermosa mujer, reposando muerta sobre una tumba. Acaso piense entonces en los versos que escribió a su amada: “te quiero tanto aún; dejó en mi pecho / tu amor huellas tan hondas” (XXXVI). En ese momento de gloria eterna, en la imponente nave de la iglesia, Bécquer siente que en su alma se aviva “la sed de lo infinito” (LXVI).
            En una de las rimas que auguran el triste final, Bécquer escribe: “de qué pasé por el mundo, / quién se acordará?” (LXI). Numerosas generaciones de lectores confirman que el recuerdo del poeta sigue vivo. Allí donde la mirada se eleva al cielo, donde se ensancha el espíritu, donde se abren los horizontes, donde se vislumbra el misterio, donde un amante mira con ternura a su amada, allí se halla el espíritu de la poesía de Bécquer.
Y ahora, en el invierno de mi existencia, las Rimas del poeta vuelven a caer en mis manos y, al recordar pasajes de mi infancia, me hacen pensar que existe una comunión espiritual que invoca la poesía. Y recuerdo a mi madre sentada en el sillón, leyendo a Bécquer. Y pienso en el poeta Luis García Arés escribiendo sus últimas líneas en honor de su adorado Bécquer. Dios los guarde en su gloria. A todos.


  

viernes, 31 de mayo de 2013

El asalto y la venganza

La publicación de El asalto y la venganza (Ediciones Irreverentes, 2013), una colección de relatos llenos de vigor y fuerza narrativa, confirma que el escritor mexicano Juan Patricio Lombera es un contador de historias de primera línea. El lector que se adentra en los cuentos de Lombera se siente atrapado por una espiral, una especie de vértigo que le contagia y que le arrastra por los vericuetos que siguen unos personajes generalmente hastiados, cansados de esta vida y de la forma en que suceden las cosas. Una sensación de desasosiego atraviesa, pues, todos los relatos, como si Lombera quisiera transmitirnos la desorientación existencial que anida en nuestra sociedad. Este interés por reflejar aspectos de la vida contemporánea es característico de la poética del autor y queda de manifiesto en continuos detalles que desmenuzan las miserias de la sociedad actual, desde la violencia implícita en el tratamiento de los dueños de las empresas sobre los trabajadores hasta la actuación de los bancos y las grandes corporaciones, sin olvidar la lacra del paro y la marginación social.
            Pero es en el tratamiento individual de los personajes donde alcanza verdadero calado el libro de Lombera. Los héroes de sus relatos son seres anodinos y vulgares en la mayor parte de las ocasiones. Su vida está marcada por la desidia y el aburrimiento. Normalmente viven en soledad y realizan trabajos que no les complacen (cuando se da el caso de que trabajan). Son seres viciados que a veces disponen de una segunda oportunidad para redimirse. Es el caso del protagonista de “El libertador encadenado”, que, después de convertirse en millonario gracias a un juego de azar, decide dedicar su vida a actos filantrópicos, a saber, salvar empresas que se encuentran en una situación difícil. O como el caso de Neto en “Tiempo prestado”, un funcionario alcohólico que lleva una vida rutinaria, a modo de penitencia después de haber presenciado el asesinato de un joven comunista y mantenerse al margen, y que logra la redención denunciando a la dictadura e incorporándose a Amnistía Internacional. O como el caso de Gil en “El jugador redimido”, un adicto al juego, destruido como persona, que logra lavar su imagen al salvar la vida de un niño evitando que sea atropellado por un coche, aun a costa de su propia vida. O como el caso de “El superviviente”, Andrés, un indígena mexicano que, tras una vida llevada al límite llena de violencia y miseria en Francia y Estados Unidos, se plantea regresar a sus orígenes, al pueblo de sus padres, y reorientar su vida de forma digna. O finalmente, como el caso de Martín en “Viaje por el mar amargo”, que, después de perder en un accidente a su ex-mujer y su hijo, y de pensar seriamente en el suicidio, halla un resquicio a la esperanza pensando que puede iniciar una nueva vida en Islandia junto a otra mujer. Estas historias de culpa y redención, de segundas oportunidades, nos hacen pensar que existe una posibilidad de regeneración en todo individuo.
            Ahora bien, en ocasiones se hace evidente la impotencia, cuando los protagonistas de los cuentos tratan de subvertir el orden establecido porque no les complace de ningún modo el mundo por el que transitan. En todos estos casos el sistema acaba con ellos. En “El libertador encadenado”, por ejemplo, el protagonista, Prometeo, pretende cambiar las reglas del juego que mueven las empresas, suprimir toda distinción entre amos y esclavos (porque efectivamente también hay “esclavos” en la sociedad moderna), realizar una suerte de pequeña revolución, pero al final es tratado como un loco. En “Todosantos”, la revolucionaria Rosa María, conocida como la comandante Elena, tiene un final trágico, al ser entre otras cosas violada y humillada por el ejército triunfante. Ante esta impotencia que se experimenta al observar que no se puede cambiar nada en la sociedad actual, los protagonistas reaccionan a veces con violencia y recurren a la venganza como una solución, como salida a la opresión y la injusticia. Así pasa en “La venganza de Wyatt Earp”, en donde el protagonista se toma la justicia por su mano actuando contra una sucursal bancaria. Este afán de venganza implícito en los seres humanos también aparece en otros cuentos con unas motivaciones muy diferentes. Así, por ejemplo, en “La muerte sólo coge tres veces”, Sergio quiere seguir viviendo exclusivamente para poder vengarse, y en “El asalto, la humillación y la venganza”, la dueña de un banco humilla mediante juegos sexuales a un pobre desgraciado que ha tenido la osadía de asaltar su sucursal. En todo este entramado de injusticias y venganzas es el tema de las motivaciones éticas, sin duda alguna, el que interesa a Lombera.        
            Un tema recurrente en El asalto y la venganza es la presencia de la muerte, que se manifiesta de muy distintas formas y en variados contextos. En “La muerte sólo coge tres veces”, el protagonista sufre la aparición de una joven hermosa, provocativa, de modo tal que el cuento se convierte en un diálogo con la muerte, lleno de erotismo. En “Tiempo prestado”, Neto recibe la visita de un fantasma en forma de joven comunista, a modo de conciencia que le recuerda culpas pasadas. Es muy interesante comprobar cómo esta presencia constante de la muerte en los cuentos de Lombera concede a la narración un cierto aire inquietante y misterioso, parecido a la estancia en un sueño, como ocurre de manera extraordinaria en “El último refugio”, uno de los relatos más hermosos de la colección, en donde el tedio en la vida de Rodrigo, que se ha dedicado a derrochar la herencia familiar, es solapado por la intrusión de unos sueños relacionados con su antigua novia Paulina. Deliciosamente, los amantes, Rodrigo y Paulina, se encuentran exclusivamente en sus respectivos sueños. Su destino en sus anodinas vidas es la muerte, con la esperanza de reencontrarse en otro ámbito. “Sólo quiero estar contigo, pero no en la vida real sino aquí [en los sueños]”, dice Paulina. 
            En definitiva, la lectura de estos sugerentes cuentos de Lombera deja una sensación combinada de esperanza y frustración, esperanza en las segundas oportunidades que nos concede la vida, frustración ante la imposibilidad de cambiar el mundo. Y uno se plantea si llegado a este punto es mejor ser revolucionario o un indolente, actuar movido por la venganza o seguir el camino –a veces injusto- de la justicia, vivir apegado a la realidad o sumido en los sueños.
           

            

lunes, 29 de abril de 2013

Fred Uhlman


Hace bien poco tiempo llegó a mis manos una novelita titulada Reencuentro. Confieso que el nombre del autor, Fred Uhlman, me resultaba completamente desconocido. Escritor judío nacido en Sttutgart (justamente el lugar donde se desarrolla gran parte de la novela) en 1901, Uhlman se había visto obligado, como tantos otros, a exiliarse de su amada patria en los años treinta. Esta experiencia, sin duda alguna, como a todos los artistas, escritores y cineastas que se marcharon de Alemania, había marcado su trayectoria vital.
Inclinado hacia la pintura, Uhlman ha pasado a la posteridad sin embargo gracias a esta novela, Reencuentro, que ha sido definida por Arthur Koestler como “una pequeña obra maestra”. Evidentemente, el relato tiene interés porque retrata de forma muy sencilla, con cuatro pinceladas, la situación en Alemania en el año 1932, momento crucial en el que, como se sabe, se van a producir una serie de cambios históricos. De hecho, el protagonista, que cuenta la historia en primera persona, el joven judío Hans Schwarz, se ve obligado a abandonar Alemania a principio del año 1933, exactamente igual que el propio Uhlman. En este sentido, es evidente que la novela está salpicada de notas autobiográficas. Pero Reencuentro tiene sobre todo interés por la elegancia y la sutileza con que Uhlman trata temas como la amistad eterna, la philía que decían los griegos, y la tragedia de la existencia humana, la sensación melancólica de fracaso que se experimenta al hacerse mayor y volver la vista atrás.
            En Reencuentro, Uhlman describe el ideal romántico de amistad al contar la historia de dos jóvenes que se conocen en un gymnasium de Sttutgart iniciando una relación fraternal que durará un año aproximadamente pero que marcará de forma indeleble toda su existencia. Los jóvenes pertenecen a entornos sociales diferentes. Hans Schwarz es hijo de un médico judío, un típico representante de la clase media burguesa, mientras que Konradin von Hohenfels es hijo de condes y se mueve dentro del mundo de la aristocracia germánica. Estas diferencias sociales no impiden que entre ambos se establezca una hermosa philía, una fraternidad y una camaradería a prueba de bombas. Hans se siente fascinado desde un primer momento por la figura de Konradin, encuentra en el joven conde ese amigo por el que estaría dispuesto a dar la vida. La amistad entre Hans y Konradin está llena de pureza y ternura, y está descrita por Uhlman con profunda delicadeza, incidiendo en pequeños detalles como el amor que sienten los dos jóvenes por la poesía, especialmente por Hölderlin, o la inocencia con que enseñan sus pequeños “tesoros” (libros, monedas, vasijas, estatuillas) guardados en sus respectivas habitaciones. La ingenuidad de que hacen gala Hans y Konradin en temas como las mujeres o la religión parecen no sólo señas de identidad individuales o de la juventud sino más bien signos de identificación de una época que se desvanece poco a poco.                  
            Reencuentro es en muchos sentidos una novela de formación, de aprendizaje. Los acontecimientos que van a suceder en 1932 van a transformar a Hans y Konradin, que sufren un proceso de maduración. Lógicamente, teniendo en cuenta la época y las propias convicciones del autor, el punto de inflexión es la cuestión judía. Cuando el tema aflora se produce progresivamente el distanciamiento entre los dos amigos. Konradin confiesa a Hans que su madre, descendiente de la aristocracia polaca, odia profundamente a los judíos. Esta confesión tiene un evidente carácter simbólico en la novela porque supone el fin de la inocencia y de la infancia para los dos jóvenes. Para definir este cambio, Uhlman se sirve de un elemento esencial que contribuye a moldear las conciencias y la mentalidad. Se trata de la enseñanza en el gymnasium. Al hilo de las transformaciones que se están produciendo en las vidas de Hans y Konradin, que son una metáfora de los cambios en la propia Alemania, en la escuela tiene lugar un giro radical. Uhlman trata de hacernos ver que la escuela alemana siempre había sido un templo de las humanidades, alejado de la lucha política, un lugar donde primaba la tradición y “donde los materialistas nunca habían conseguido introducir su tecnología y su política”. Sin embargo, es justo en este momento en que se desarrolla la novela, el año 1932, cuando se escenifica ese giro radical con la presencia de un nuevo profesor de historia en el gymnasium, un profesor que habla de los “poderes oscuros” que están oprimiendo a Alemania y que ensalza la herencia germánica y la aportación de los arios a la historia de las civilizaciones. Uhlman cuenta cómo a partir de entonces se inicia “el largo y cruel proceso de desarraigo” de Hans Schwarz.
             
  Es importante señalar en todo caso que Uhlman –seguramente porque él también pensaba de ese modo- se esfuerza en recalcar que tanto en Hans Schwarz como en su familia la conciencia de ser judío está por debajo de su asimilación como suabos o alemanes. “En primer lugar”, dice el protagonista, “éramos suabos, luego alemanes y después judíos”. Todo ello hace aún más doloroso el exilio de la patria, que es el destino final de Hans. En Estados Unidos, el protagonista desarrolla una brillante carrera de abogado, pero no se engaña a sí mismo. Se siente insatisfecho porque sabe que, pese a las pequeñas alegrías que alivian la cotidiana existencia, ha desperdiciado gran parte de su vida. “Nunca he hecho”, dice Hans, “lo que verdaderamente quería hacer: escribir un buen libro y buena poesía”. Su huida de Alemania ha dado un aire trágico a toda su vida posterior hasta el punto de que el protagonista quiere olvidar en la medida de lo posible su querida patria y todo lo que representa la cultura alemana. Una sensación de fracaso, tristeza y abatimiento recorre la existencia de Hans Schwarz de modo que el lector se siente sobrecogido ante la tragedia del ser humano. Pero al final queda un resquicio a la esperanza. La muerte de Konradin, que se había dejado seducir por las ideas de Hitler, llega en forma de carta, a saber, una lista de muertos de la escuela en la segunda guerra mundial. A través de esa carta sabemos que Konradin había encontrado al final del conflicto su propia redención oponiéndose al tirano. Entonces, y sólo entonces, recordamos la última carta que Konradin escribió a su amigo Hans, antes del exilio a Estados Unidos. En ella le daba las gracias: “¡Siempre te recordaré, querido Hans¡ Has influido mucho sobre mí. Me has enseñado a pensar, y a dudar.” La huella de la amistad ha sido perdurable. Permanece incólume en medio del sufrimiento.              

domingo, 31 de marzo de 2013

Alexander Pushkin


Desde hace veinte años guardo como un tesoro en mi corazón la literatura de Pushkin. La lectura de Eugenio Oneguin supuso en su momento para mi formación como lector y escritor una especie de estallido emocional difícilmente repetible. Como tantos otros antes que yo, y como tantos otros que vendrán después, me dejé seducir por la poesía de Pushkin. El poeta pasó a formar parte de un panteón literario que me había forjado a lo largo de los años y donde sólo se incluían unos cuantos elegidos. Las lecturas posteriores de las narraciones y los poemas de Pushkin han confirmado siempre esta visión excelsa del bardo, la imagen de algo puro y cristalino que contribuía a crear en torno a Pushkin un halo de mitología. 
            Hace poco tiempo, sin embargo, esta imagen ha comenzado a desvanecerse, a modificarse en ciertos aspectos. Todo empezó hace unos meses, cuando mi amigo el escritor Josep M. Sanchis me pasó un librito del poeta, que respondía al enigmático título de Diario secreto 1836-1837, publicado por la editorial Funambulista. Por supuesto, jamás había oído hablar de ese libro. Quedé enormemente sorprendido, más aún cuando Sanchis me explicó que el diario tenía un contenido altamente erótico. Deseoso de confirmar la autenticidad del texto y de saber el rumbo que había seguido el manuscrito desde el momento en que apareció hasta que se editó en Estados Unidos en los años ochenta del siglo XX, me sumergí en el prólogo elaborado por el también poeta Mijail Armalinsky. Resulta, pues, que después de más de cien años el supuesto manuscrito aparecía en manos de un historiador que se lo ofrecía desinteresadamente a Armalinsky para que lo editara fuera de la antigua Unión Soviética. Más allá de esta rocambolesca historia, la pregunta que se plantea es la posible autenticidad del texto. Es evidente que siempre han existido rumores en torno a un misterioso diario escrito por Pushkin en los dos últimos años de su vida. En torno a estos rumores se ha desarrollado una suerte de leyenda, pero nada se ha sabido de cierto hasta el hallazgo de este manuscrito.


En cualquier caso, la cuestión de la autenticidad del diario sigue en el aire aún hoy en día. Y esto es así porque lo que cuenta el poeta se aleja por completo de su estilo, por lo menos de lo que se conoce a través de su obra. Es sabido que Pushkin tenía fama de poeta y amante de las mujeres, pero lo que se narra en Diario secreto acerca de su obsesión por el sexo femenino supera todo lo imaginable. Pushkin se presenta a sí mismo como un libertino que, después de casado, sigue necesitando a otras mujeres hasta el punto de que la búsqueda constante e infatigable de mujeres representa la esencia de su vida. De hecho, el matrimonio con la hermosa Nataly es concebido en principio como una especie de cura al libertinaje y a la melancolía que le embarga. “Era un intento”, dice Pushkin, “de escapar de mí mismo, al no ser capaz de cambiar ni tener el valor suficiente de ser de otra manera”. Por eso el punto de partida del diario es el matrimonio de Pushkin. El poeta dedica una gran cantidad de páginas al estudio de sus relaciones con Nataly. Pushkin ama desesperadamente a su esposa, pero al mismo tiempo no puede dejar de tener aventuras amorosas por doquier con todo tipo de mujeres de la más diversa reputación. El placer que siente por Nataly es más estético que erótico, pero los celos consumen al poeta, que no soporta las insolencias y las burlas de la alta sociedad ante la posible infidelidad de su esposa con el galán francés D´Anthès. La obsesión por matar a D’Anthès y empezar una nueva vida se convierte así en uno de los ejes vertebradores del diario. En este sentido, da la sensación de que en el Diario secreto aletea la idea de un duelo inevitable, que está también relacionada con la cercanía de la muerte. Desde las primeras páginas del diario el poeta parece consciente de un destino aciago que lo empuja al abismo. Pushkin intuye que va a morir de forma violenta. Sabe que no tiene tiempo para releer el diario y corregirlo. Es como si el tiempo se hubiese precipitado. “Me veo muriendo”, escribe el poeta, “mirando por última vez mis libros, mi cama, los árboles, el sol; ¡qué infortunio saber que al morir no volveré a verlos”.
            Tocado por la enfermedad incurable de la escritura, Pushkin confiesa que escribe el Diario secreto para futuras generaciones, porque la franqueza de su alma y las revelaciones que contiene el libro no son aptas para la sociedad de su época. Y no sólo se trata de cuestiones eróticas. Existen alusiones directas al zar que evidentemente no hubiesen pasado la censura. Preocupado por el honor de su familia más que por la familia misma, Pushkin reconoce que lleva una vida de deshonestidad, hipocresía y mentiras. Hace esfuerzos ímprobos por ganar dinero. Gasta hasta la última moneda en libros nuevos y nuevas prostitutas. Su biblioteca es su harén. Y encuentra en el amor su tabla de salvación, su liberación del pasado y del futuro. 

Más allá de las aventuras eróticas del poeta, el libro está salpicado de pasajes entrañables que recuerdan lo mejor de la producción literaria de Pushkin. Hay un cierto aliento poético que aflora en determinadas ocasiones. La muerte de la madre hace brotar tiernamente los recuerdos de la infancia, “la nostalgia de un pasado perdido y sin esperanza”, y exalta los sentimientos del poeta: “Al morir, sentí que parte de mí había perecido junto con ella. Al darte la vida, la madre se queda con una parte de ésta cuando muere. La otra parte que queda en tu cuerpo espera la ocasión de reunirse con el alma de ella”. Es en este tipo de fragmentos del diario donde descubrimos al amado poeta, al hombre capaz de emocionarnos al contar cómo se conmueve al ver a su padre llorando en el lecho de muerte de su madre. “Me arrojé hacia él, lo abracé y besé su cabeza”, dice Pushkin. Las lágrimas brotaban de los ojos del poeta mientras sus manos se fundían con las de sus padres. “Los tres lloramos al presentir la muerte tan cercana, la soledad y el horror ante lo inevitable…Sólo en ese momento se me desveló el significado del mandamiento sobre el amor hacia los padres. Ellos son la causa de mi existencia en el mundo y si no los amo, es imposible amarme a mí mismo. Para estar en paz, hay que amarse a uno mismo. No se puede amar la consecuencia odiando la causa. Odiar a los padres significaría odiar la vida que nos dieron”. Así era Pushkin, capaz de dejarse arrastrar como un libertino por el fango, pero también capaz de escribir las cosas más bellas de este mundo.         
            

miércoles, 27 de febrero de 2013

Julius Fucik

Sabiendo cercana la muerte, en la primavera de 1943 Julius Fucik escribe en la cárcel de Pankrac un documento que se publica en 1945, al finalizar la segunda guerra mundial, y que ahora Ediciones Irreverentes ha editado en castellano (con traducción de Vera Kukharava) con el título de Reportaje al pie de la horca. Escrito con enormes dificultades (al parecer un guarda de la cárcel pasaba papel y lápiz a Fucik) y en medio de innumerables sufrimientos (por las infinitas palizas que la Gestapo infligía a Fucik), el libro es una prueba del arrojo moral y la valentía de que hace gala el periodista checo.
            Tal como señala Vera Kukharava en la sentida introducción, el libro es un testimonio documental de la lucha antifascista checoslovaca y una reflexión sobre el sentido de la vida. Comunista convencido, Fucik se muestra en cierta medida optimista ante lo que considera la llegada de un mundo nuevo. Con el capitalismo en descomposición, sólo queda esperar la caída del fascismo, y Fucik encuentra signos evidentes del fin del régimen nazi, como la presencia de policías checos entre los vigilantes de las S.S. De hecho, el análisis que hace el periodista checo de los personajes que trabajan para el régimen nazi en la cárcel de Prankac deja traslucir la idea de agotamiento del nazismo. Por el contrario, el comunismo es presentado como una fuerza renovadora que cambiará la faz del mundo. La fraternidad de oprimidos que se apoya silenciosamente en la soledad de la cárcel está constituida básicamente por comunistas. Es una comunidad de camaradas con un espíritu vivo y luchador que confía en la victoria final, y que camina según la visión de Fucik hacia delante, hacia la verdad. Esa confianza en el triunfo definitivo de la revolución se manifiesta en pequeños detalles que afloran en la celebración secreta del primero de mayo de 1943 entre los presos de la cárcel de Pankrac. En todos estos camaradas anida un profundo sentido del deber. Por eso, Fucik detesta la traición. Un cobarde, un traidor, ya no vive más “porque se ha excluido de la colectividad”. Sin embargo, un camarada que ha superado los interrogatorios de la Gestapo y no ha comunicado información a los nazis puede considerar que su vida no ha sido estéril. Por eso también, Fucik insiste en la necesidad de no olvidar a los héroes anónimos, personas con nombre y apellidos que han servido fielmente al futuro, figuras que han contribuido a la revolución, mientras que los asesinos vinculados al régimen nazi son “insignificantes figurillas de madera podrida”.

            Testigo del horror, Fucik escribe una especie de reportaje que constituye un testimonio de los hombres más que reflejo de toda una época. Redacta, pues, pequeños monumentos, es decir, descripciones de camaradas que lucharon valerosamente contra el nazismo y que sirven de ejemplo por su lealtad. Y es que, escribe Fucik, “el deber humano no termina con esta lucha y ser hombre exigirá, también en el futuro, un espíritu heroico, hasta que los hombres sean completamente hombres”. Está claro, pues, que el autor escribe para el futuro y quiero insistir en este sentido en que Reportaje al pie de la horca emociona porque Fucik, más allá de la exaltación del comunismo, ha sabido transmitir el amor por la vida -“la vida que cuesta tanto abandonar”- y la esperanza en un mañana mejor, dotando a su último escrito de un profundo humanismo. Qué más se puede decir cuando el libro se cierra con estas hermosas palabras: “¡Hombres, os he querido¡”.          
           
       

jueves, 31 de enero de 2013

Antonio Orejudo


En 1996 Antonio Orejudo agita el panorama narrativo español con una novela cuando menos arriesgada y sorprendente que responde al ingenioso título de Fabulosas narraciones por historias. La novela se desarrolla en un marco temporal amplio que abarca desde el inicio de la dictadura de Primo de Rivera en 1923 hasta la postguerra y cuenta las andanzas de tres jóvenes que estudian en la Residencia de Estudiantes, pero que luego siguen caminos divergentes cuando llega la segunda República. En los destinos de estos tres jóvenes, Orejudo ha querido seguramente mostrar en cierta medida la evolución del país hacia el panorama anodino de la postguerra. Santos es un pueblerino enriquecido, sin cultura ni educación, obsesionado por las mujeres maduras. Patricio es un escritor en ciernes que lucha por abrirse camino en el mundo de la literatura con su primera novela. Martiniano, sobrino de Azorín, es un joven violento, de talante revolucionario. Los tres muchachos conviven y estudian en la Residencia de Estudiantes hasta que, producto de sus continuas gamberradas, son expulsados. A partir de ese momento sus caminos van a diferir. Patricio se convierte en un escritor de éxito a costa de publicar auténtica basura literaria y Martiniano se relaciona con los anarquistas. Pero ninguno de los dos va a tener futuro a largo plazo porque los revolucionarios y los escritores no tienen nada que hacer en la España que se avecina después de la guerra civil. Es precisamente el más simple de los tres camaradas, el que no tiene pretensiones ni grandes aspiraciones, Santos, quien logra un futuro más brillante en la España franquista.
            Escrita con maestría y soltura narrativa, Fabulosas narraciones por historias sorprende sobre todo por su tono completamente irreverente. El lector asiste atónito a una desmitificación de lugares y personajes esenciales de la cultura española del siglo XX. La Residencia de Estudiantes, llamada a modo de chanza La Casa, es un lugar oscuro, casi siniestro, donde se tejen las más variadas conspiraciones. Su lema, “Diversidad, Minorías, Cultura y Atletismo”, es una burla más de Orejudo. En la Residencia pululan personajes reales de la época que el autor convierte en seres de ficción. Con fina ironía, Orejudo describe con breves frases a los más grandes escritores de la época. Así, Ortega y Gasset se transforma en “el incansable luchador por la europeización cultural de España”, Juan Ramón Jiménez en un “refinado poeta y exquisito prosista”, Azorín en el “gran maestro del habla española” y Unamuno en “la más fuerte personalidad de la generación del 98”. Además, el joven poeta Lorca es satirizado como el “genio de la Residencia” y se parodia la forma de escribir novelas de Ramón Gómez de la Serna, porque sus ficciones carecen de argumento y los personajes son planos. En realidad, da la sensación a lo largo de toda la novela que Orejudo sitúa en un mismo plano a Ortega, Juan Ramón y Gómez de la Serna, como exponentes de la nueva literatura que se estaba imponiendo en la España de los años 20. De hecho, en Fabulosas narraciones por historias se habla de un Proyecto Generación (sin duda una referencia velada a la generación del 27) integrado por una serie de jóvenes, cultos, amantes de la poesía y el ensayo, y enemigos de la novela realista. En cierto modo, la nueva literatura surge en oposición a todo lo que representa Benito Pérez Galdós. Aquí es donde da la impresión de que Orejudo toma partido de forma sutil por la novela tradicional advirtiendo por boca de uno de sus personajes que en España debería existir una estatua de don Benito en cada esquina y un retrato suyo en cada escuela. No es de extrañar, pues, la imagen totalmente desmitificada que se nos ofrece de Juan Ramón, Unamuno, Ortega y Ramón Gómez de la Serna, hasta el punto de hacernos sonrojar. En todo caso, lo que no cabe ninguna duda es que Fabulosas narraciones por historias refleja con evidente nostalgia una época de efervescencia literaria y cultural en general, los años 20, una época en donde la literatura estaba más cerca del poder y los hombres de letras eran respetados por todas las clases sociales.
La novela tiene una estructura que se asemeja a un puzzle en el que se mezclan los más variados fragmentos. Al margen de la línea argumental principal, Orejudo incluye textos de autores de la época relacionados con la temática que se plantea en cada momento de la historia, textos de Ortega, Ramón Gómez de la Serna, Unamuno…También introduce historias casi pornográficas recogidas en una revista de la época, La Pasión. Añade, finalmente, cartas de una de las protagonistas de la narración, que supuestamente está ayudando al autor a escribir la historia. Todo ello aderezado con interludios en los que Orejudo se recrea mostrando cómo eran las tertulias literarias de la época. Para rematar esta imagen de los años veinte, se describen en la novela las cacerías y las fiestas de los aristócratas. Hay en todo caso una tendencia a la exageración y a la desmesura en las descripciones, como si Orejudo tratase de enfatizar aquello que está contando, concediendo de este modo a la narración un tono irreal, de alejamiento de lo verosímil.          
En las páginas finales de la novela, Orejudo se burla de su propia obra consciente quizá de sus posibles defectos: la escasez de vocabulario, la estructura en fragmentos de la novela, las situaciones inverosímiles, las incongruencias históricas sobre todo en el empleo de un vocabulario contemporáneo o la utilización de una pornografía zafia. Es como si Orejudo no se tomara demasiado en serio a sí mismo, como si todo fuese un juego literario en el que se nos ofrecen Fabulosas narraciones por historias.