jueves, 27 de noviembre de 2014

Caminando desnudo

Caminando desnudo (Cuadernos del Laberinto, Madrid, 2012) es el primer poemario de Andrés Carlos López Herrero, reconocido pintor y profesor de artes plásticas. Liberado sólo hasta cierto punto del pudor y de la vergüenza al mostrar sus pensamientos, tal como afirma en el prólogo, López Herrero nos ofrece en Caminando desnudo un discurso sincero –cercano a su admirado José Hierro-, una propuesta que gira en torno a una cuestión fundamental, a saber, el paso el tiempo. Obsesionado con la estulticia de la postmodernidad, el incipiente poeta libera sus sentimientos para describir con breves pinceladas los signos y las enfermedades de nuestro tiempo, mientras camina, en dirección contraria diría yo, hacia una comunión con la naturaleza y lo primitivo. Por eso, la presencia hipnótica de una isla encantada se traduce en el misterio, en la intuición del “arcano enigma”, en la afirmación de la soledad. Desamparado, desconsolado, el poeta desaprueba los espacios urbanos acotados de acero y cemento. Los campanarios, los árboles, los pájaros y las montañas han perdido su brillo. “Ahora no escucho respirar a la montaña”, se lamenta el poeta. El paisaje está dormido. Se ha impuesto un mundo futurista de palabras feas e impronunciables (el poemario está intoxicado de vocablos inefables), un espectáculo postmoderno en el que se suplanta a Dios y se entierra la historia, en el que se conciben “almas de puerilidad retroalimentada”, en el que domina una “sensiblería impostada”. La herencia de la tierra parece desvanecerse mientras la arrogancia parece dominar nuestra existencia. Observador cínico de lo que denomina “bochornoso carnaval humano”, López Herrero habla de miedo e insiste en la pérdida de humanidad. Este tono pesimista, casi apocalíptico, que aletea en el poemario, como si existiese un brutal contraste entre lo que ve y lo que sueña el poeta, culmina en la destrucción, en el “Apocalipsis” que centellea en el último poema ahondando en la futilidad del mundo presente.
            Da la impresión al leer el poemario de que el único refugio, la única forma de luchar contra la modernidad, contra la locura y el paso del tiempo –todo a la vez- es la poesía, la palabra, la capacidad de soñar, la melancolía aferrada a la imposibilidad de olvidar el amor. Un núcleo de poemas está precisamente enraizado en la ausencia de amor, en la locura que supone la pérdida y en el porvenir que sugiere el reencuentro soñado, ese / ulterior porvenir que cae del cielo / cada atardecer azul y naranja. La necesidad que experimenta el poeta de reinventarse a mitad del camino, de plantearse cuestiones cuando la vida avanza sin freno, se relaciona estrechamente con la irrupción en el poemario de dos cuestiones: el destino y el sentido del tiempo. Afrontar la muerte, afrontar el pasado, necesidades vitales que se expresan como “ejercicio de honestidad profesional”. El tiempo corre veloz mientras el poeta desnuda su alma y demanda nuestra atención preguntándonos si acaso “hemos dejado de soñar”.