jueves, 31 de diciembre de 2015

Prosas apátridas

Las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro se publican por primera vez en 1975. Estas breves narraciones no se ajustan a ningún género, carecen de territorio literario propio. Esta advertencia del autor, señalada en la nota introductoria, da una idea del tono literario del libro, a medio camino entre el aforismo y el diario, entre el ensayo y el cuento. “Hedonista frustrado”, Ribeyro tiñe también de notas autobiográficas sus Prosas apátridas. La dispersión de sus intereses, la insatisfacción ante lo realizado, la sensación de haber errado el camino se combinan con una cierta melancolía que aflora en ocasiones, sobre todo cuando se deja llevar por la nostalgia arrebatadora de los paisajes de la infancia, la sensación de que “también mueren los lugares donde fuimos felices”, el espacio imaginario de una casa en que se proyectan todos sus anhelos.  
Ribeyro estaba obsesionado por identificar la verdadera cultura, por matizar la distinción entre erudición y cultura, de modo tal que en pequeñas dosis va dejando caer sus ideas sobre el arte y la literatura, cómo el arte moderno está ya presente en el arte antiguo. Sólo hace falta cambiar la perspectiva, fijarse en los detalles para darse cuenta de ello. Convencido de que la escritura es una forma de conocimiento, no duda en advertir que la literatura es afectación, una afectación que debe evitar la retórica. A través de la escritura Ribeyro deja trazas, señales de su existencia. “En cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida”. El acto de escribir se convierte en un sacrificio personal, un acto primordial que da sentido a la vida pues mediante la escritura Ribeyro ha tratado de comprender y ordenar el mundo, tentativa vana que justifica el escepticismo del escritor. La literatura, además, se alimenta de la memoria. Por eso el libro está cuajado de pequeñas reflexiones sobre el paso del tiempo. La memoria es imperfecta, selectiva, sólo restituye aquello que no puede hacernos daño. Ribeyro insiste a menudo en la destrucción de la memoria y en el continuo olvido de la historia, en cómo la memoria de lo vivido sustituye a la memoria de lo imaginado, en cómo el tiempo reconstituye, modifica de continuo nuestra visión del pasado. 
            Prosas apátridas es, por lo demás, un libro teñido de pequeñas historias que dejan huella, que emocionan, como la del redactor que, afectado de locura erótica y desmemoriado, termina de barrendero en la misma oficina donde trabajó; o la de esa hermosa niña de ocho años, que aquejada por una enfermedad, ve cómo progresivamente la vida se le escapa; o más aún, la del propio Ribeyro, anclado en una cama de hospital y obsesionado por contemplar cómo una hoja germina en primavera. Observador atento de la vida cotidiana, Ribeyro describe al empleado de agencia, al policía del metro, a los pobres de Andalucía, al albañil argelino, a los agentes de Bolsa, perfilando con minuciosidad la deshumanización de nuestro tiempo. 
Ribeyro odia el capitalismo en la misma medida en que odia la religión. Elogia la amistad, superior en todos los sentidos al amor. Recalca que las grandes obras de la creación humana son anónimas. Concede una gran importancia al azar en la forma en que se cruzan y se separan las vidas de las personas. Encuentra como denominador común en el hombre, a lo largo de la historia, la crueldad. Consciente de que el hombre moderno ha perdido contacto con la naturaleza, sabe que el camino hacia lo esencial raras veces se abre. Dominado por la idea de que la vida se reduce a unos pocos actos y momentos valiosos, teniendo claro que nada vamos a dejar en esta vida y agostado por el escepticismo, Ribeyro parece esperar la llegada de un soplo de misterio o de poesía, la irrupción de lo maravilloso en un mundo dominado por lo trivial.
Entretanto, en las Prosas apátridas se intuye la presencia cercana de la muerte, la sensación de que Ribeyro vive a crédito, como si en medio de la enfermedad apurase sus pocas opciones. La necesidad de la soledad y el silencio no son mitos literarios, se traducen en una necesidad vital en Ribeyro. Morir solo, en la profundidad del bosque o de la selva, se presenta como un deseo irrenunciable. Anhelando capitular, el tintineo de la campana que dobla a muerto es una melodía doliente mientras resuenan sus últimas palabras: “la única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro”.